Todo empezó con una nevada. Pero ya no nieva como antes. Aunque en las noticias nos cuentan que una nevada con nombre propio ha puesto medio país patas arriba.
Antes no poníamos nombres a las nevadas. Nevaba. Y nevaba más. Y volvía a nevar. Y seguíamos con nuestras vidas. A duras y frías penas.
Y cuando salía el sol, los vecinos sacábamos las palas y las herramientas que usábamos para el campo y los animales y limpiábamos un poco el pueblo. Grandes y pequeños arrimaban el hombro. Como hacíamos en las sextaferias de primavera. Aquello sí que eran celebraciones.
Nos caíamos, claro. Con el hielo siempre se resbala la gente. Pero sería por las tropecientas capas de ropa que llevábamos encima que nadie se rompía nada. O llevaban el dolor como podían, con licores y brebajes caseros.
El médico, que vivía a treinta kilómetros, valle abajo, no subía. No tenía coche, venía en carromato, cuando se podía, luego ya en tractor. Las carreteras eran caminos sin asfaltar. Lo de los quitanieves es un invento moderno. Nos calentábamos con los animales, sobrevivíamos cada invierno y lo celebrábamos cada primavera.
En el pueblo, desperdigados entre tres valles, éramos trescientos vecinos. Bastantes para compartir tareas. Aunque con la nieve había inviernos que ni nos veíamos.
Quien no tenía vacas, tenía huerto, algún gocho, colmenas con abejas de verdad. Y hacían queso, miel, cera, sabía tejer lana,… Y todos teníamos nuestra reserva de la matanza y unas pocas pitas que andaban por las caleyas, picoteando lo que cayera. Incluso nieve. Bueno, cuando nevaba mucho mucho mucho, las pitas se quedaban en casa, con nosotros. No diré que debajo de la cama, pero casi. Y en primavera nos juntábamos todos los vecinos que habían sobrevivido al invierno, y repartíamos lo que teníamos, bebíamos, cantábamos y nos apañábamos.
Mi padre, que en gloria esté, construyó una especie de corral junto a lo de las vacas, que no llegaba ni a establo. Así todos teníamos nuestro sitio. Aunque las pitas iban siempre por libre, y más de una acabó en un caldo por irse de excursión durante una nevadona de esas que hacían historia en nuestro pueblo. Y es que ellas no sabían de avisos ni atendían a silbidos como los perros. Que viendo el frío ni asomaban el hocico a la puerta a ladrar, avisando de visitas.
En una de estas, no sabemos cómo lo lograría, apareció por la caleya que daba a mi casa un tipo greñudo y desdentado, subido en un mulo viejo, sucio y despeluchado que arrastraba un carromato aún más sucio y reparcheado. Fue una especie de hito durante la primavera siguiente, cuando todos los vecinos de los valles nos juntamos y se extendió la historia. Adornada de mil formas distintas según quien la contara.
El caso es que supimos de él por los gritos que daba mientras hacía sonar una campana abollada de tanto golpe.
A pesar del frío nos asomamos a ver quién formaba tanto revuelo.
Él, viendo que había público, gritaba más fuerte y aporreaba la campana con más fuerza.
¡¡Buhoneroooo!! ¡¡Comproooo!! ¡¡Vendooo!!! ¡¡Buhoneroooo!!!
Mi madre, que ya se había quedado viuda y con dos hijas, temía que el tipo entrara en casa y nos asaltara.
Con la excusa de que sus gritos iban a hacer caer la nieve de las montañas a las casas del pueblo, salió, entre enfadada y asustada, calzando las madreñas de mi padre y con la garrota de mi abuelo en la mano.
¡Eh, usted! ¡Qué gritos son esos! ¡Que se nos va a venir la nieve abajo! Y a ver quién nos socorre. Que hasta la primavera no vienen los de abajo. Ni los guardias ni nadie del mando.
El ‘mando’ era lo que en los valles conocíamos como el ayuntamiento de hoy día. Que de aquella no lo formaban más que el alcalde, que tenía tierras y muchos dineros, un par de chupatintas con algo de estudios y tres guardias civiles con mucha voluntad y pocos medios.
El tipo, envuelto en capas de mugre, lanas bastas de varios colores, pieles y todo lo que había encontrado en sus caminos, se bajó del burro.
Tosió un poco, bebió algo que sacó de entre las capas y volvió a gritar:
¡¡Buhoneroooo, señora!! ¡¡Vendoooo, cambiooo!!!
Parecía que su repertorio era bastante limitado.
Nosotras, unas crías, asomadas desde las ventanas, mirábamos el ‘espectáculo’ y le lanzábamos la nieve que se había acumulado en las ventanas de la casa.
El tipo, con cara de cansado y aterido de frío, nos ignoraba mientras cogía aire, bebía e intentaba repetir su perorata.
Pero mi madre, harta de escuchar lo mismo, se confió, decidiendo que solo era un inofensivo vendedor. Con ganas de entrar a casa a calentarse, habló alto y claro.
Pero, alma de Dios ¿Cómo se le ocurre venir con estos fríos? Ya que está aquí, ¿Qué es lo que vende que pueda servirnos? Ande, ande, deje el carro ahí fuera que nadie se lo va a quitar.
Y desatando el burro se lo llevó donde las vacas, para que el animal cogiera un poco de calor.
El tipo, agarrando el saco, la siguió y los dos entraron en casa.
Mi hermana había puesto el café de pota al fuego. Y el llar olía amargo y caliente. Mi madre se quitó las madreñas y las dejó en un rincón. La vara de mi abuelo no la soltó por si acaso.
El hombre sacó la botella de entre sus múltiples capas y echó un poco de aquello al café que mi hermana le servía. Y la lengua se le soltó.
Señoras, vengo de León. De allí traigo sartenes, ollas, mantas zamoranas, que son de lo mejor, platos, molinillos de café modernos…
Una de las vacas interrumpió su discurso. Un rebuzno quejoso la siguió.
No le hagan caso –dijo- es un bicho solitario, como su amo. Le gusta ir por libre.
Mi madre, garrota en mano, empezó a examinar todos los cacharros con gesto profesional. Nada parecía convencerla.
Mamá –Mi hermana había cogido el molinillo de café al que yo también había echado el ojo - ¿Y esto...?
Nos puede servir para cuando venga el médico –medié yo- Que ya sabes que no le gusta demasiado el café de pota.
Pues que se apañe con lo que hay, carajo –Mi madre se puso de pie y dio un garrotazo en el suelo. Todos temblamos, el hombre bajó la mirada y las vacas mugieron. Esta vez el burro no dio señales de vida. –Que aquí de toda la vida se tomó el café de la pota y todos llegaron a los noventaymuchos. Menos mi Antonio, que en Gloria esté…
Santiguándose con la mano libre, mi madre se aferraba a sus recuerdos, tan fuerte como a la garrota de mi padre.
Mi hermana miraba el molinillo y me miraba a mí. Y ambas pendientes del buhonero que, con la cara cada vez más colorada, no parecían quedarle fuerzas para repetir las virtudes de sus productos.
O, bueno, tal vez podríamos comprarle algo. –mi madre se estaba ablandando, cosa rara en ella- El molinillo ese, quizá. Pero mucho no podemos darle. Dinero como verá, no hay. Nieve, leña, pitas, huevos, una riestra de chorizos o leche. Escoja.
El hombre miraba a mi madre asintiendo. El calor del llar había entrado en su cuerpo, y poco a poco se fue quitando las capas que lo cubrían.
Debajo de todo aquello solo había un ser humano, enclenque, barbudo, apestoso; y un poco borracho.
Y pasar un anoche aquí, aunque sea entre las vacas… con eso ya estaría pagado el molinillo…
Sus ojos miraban la estancia, a nosotras y sobre todo al fuego del llar, que parecía haberlo hipnotizado con sus chispas saltarinas.
Sea –consintió mi madre, confirmando su decisión con el garrote del abuelo tronando contra la madera del suelo– Con las vacas se va.
Mi mano, más rápida que la de mi hermana, agarró entonces el molinillo como si fuera un tesoro. Mi hermana me echó una mirada que casi me heló el corazón.
El tipo se levantó despacio, arrastrando sus capas, abrió la portilla que daba donde las vacas y se fue con ellas. Aquello no llegaba ni a establo, ni a cobertizo. Bastante hizo mi padre. Pobres vacas. Pobre hombre. Pobres de nosotras.
Nos despertamos a la mañana siguiente de puro frío. El fuego ya se había apagado y me tocaba a mí ir a por leña. Mi hermana había cogido el molinillo mientras yo me calzaba las madreñas y me cruzaba la pañoleta de lana gorda, que picaba horrores, pero era lo mejor contra el frío.
Fui donde las vacas. Ni el burro ni el buhonero estaban ya. Me asomé un poco más. Ya no nevaba, pero estaba todo blanco. A pesar de ello el carromato también había desaparecido. Entré en casa con la leña y encendí el fuego.
Después, todo siguió como cada invierno. El molinillo de café en medio de la mesa quedó como testigo de aquella extraña visita.
Solo lo usamos una vez. Creo que se rompió cuando el cura vino a dar la extremaunción a mi madre. Y quisimos darle café de verdad.
Desde entonces no tomo café. Ese olor me recuerda a la muerte.
Nos hicimos mayores y mi hermana se fue a la capital y se casó con un ricachón. Yo estudié un poco gracias al médico y me coloqué en un banco.
No nos volvimos a ver hasta que un día me llegó una carta muy rimbombante con su nombre reclamándome la propiedad del molinillo roto.
Para mí era más que un recuerdo de mi niñez. Y, a pesar de que era un trasto roto, conseguí quedármelo tras una absurda y amarga disputa. Dejamos de hablarnos para siempre. Hace mucho de eso. Y mucho más desde que ninguna de las dos toma café.
Pero cuando lo saco del armario me vuelvo a ver en aquel pueblo perdido, entre la nieve, con mi padre arreglando la portilla de lo de las vacas y los olores de mi madre cocinando en el llar.
Y la nieve, la leña, las pitas correteando, la leche, el café de pota alimentan lo que queda de este maltrecho cuerpo, que sonríe recordando que la nieve de antes no era tan fría como ahora.
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