Ahorros - Marian Muñoz

                                                 Hucha, Dinero, Ahorros, Financiero

 

 

 “Ahorra, ahorra, ahorra, por si vienen mal dadas”, decía la doña. Mal dadas es lo que he tenido desde mi nacimiento, diez bocas que alimentar en una pequeña granja a la fuerza pasaba hambre. Para aliviarla mi madre llevó a servir a mi hermana Laura a casa de unos primos y a mi dónde tía Remi. No era tía precisamente sino prima segunda de mi abuelo, pero era una forma más cercana de llamarla.

El trato era asistir a clase hasta los dieciséis y posteriormente trabajar en la casa por un sueldo. Cierto que fui a un colegio cercano, las compañeras se burlaban continuamente de mi forma de hablar o de moverme, rechazo que intentaba superar estudiando con ahínco, si bien resultaba harto difícil debido a que al salir de clase la doña me ponía un trapo en la mano o la escoba y a limpiar todas las habitaciones, después me enseñaba a planchar, coser, cocinar, incluso comprar en los comercios de alimentación, siempre en su compañía. Cuando terminaba todas las tareas, que no me pagaba porque al estar aprendiendo debía ser yo quien lo hiciera, se acostaba y entonces era cuando a la luz de una vela conseguía hacer los deberes o memorizar las lecciones.

Menos mal que al colegio tuve que ir con uniforme, porque al estar creciendo heredaba su ropa de cuando era joven, ropa vieja muy gastada y pasada de moda. Avergonzada caminaba tras ella para ir a la iglesia o acompañarla al casino mientras merendaba con las amigas y desde una esquina contemplaba la ingente cantidad de pastelitos que comían. Sólo se cocinaba una ración, la suya, y lo que le sobrara era mi menú del día. Pronto empecé con disimulo a incluir una patata o un trozo de verdura de más en el puchero, así al menos podía alimentarme y no seguir pasando hambre como en la granja.

A pesar de ser viuda no vestía de negro, tiesa como si hubiera tragado el palo de una escoba, huesuda de piel cetrina, su nariz daba al rostro imagen de ave rapaz. Siempre gritando con voz chillona decía que debía educarme para ser buena trabajadora doméstica. Más que trabajadora era esclava al estar veinticuatro horas a su servicio, ni siquiera me dejaba dormir pidiéndome agua, abrir o cerrar la ventana o poner una manta encima por el frío. Un agobio de mujer, lo único positivo tener habitación propia con cama mullida y un techo donde no pasar frío. Me enseñó modales para atender las visitas o los encuentros ocasionales en la calle. Presumía de tratarme como a una hija, algo que no reconocía recordando todavía el comportamiento cariñoso de mi madre. Cuando cumplí los dieciocho comenzó a darme una paga, siempre decía “ahorra, ahorra, ahorra, para cuando vengan mal dadas”. ¡Cómo no iba a ahorrar si no salía de casa nada más que en su compañía! Una vez al mes íbamos al banco, ella entraba y yo la esperaba en la puerta, al regresar a casa se encerraba en su habitación después de ordenarme hacer algo en la cocina, al otro lado de la vivienda.

Los años fueron pasando y sus achaques aumentando, no volví a tener contacto con mi familia ni con compañeras de clase, un saludo esporádico con vecinas al cruzarnos en el portal o algún guiño cómplice con el hijo del charcutero, esas eran mis relaciones sociales. Empezó a cansarse mucho y a visitarnos a menudo un médico amigo quien me indicaba como cuidarla o que alimentación darle, pero a pesar de todo, en mitad de una noche, se murió. Fue el galeno quien avisó a sus hijos ¿hijos? En todo ese tiempo ninguno había aparecido por allí ni tampoco ella los mencionó, pero fue un alivio no tener que ocuparme del funeral ni del entierro, aunque sí de atender a todo el que quería dar condolencias a los familiares. Apenas tuve tiempo de asimilar lo ocurrido debido al trajín de aquellos días, pero en cuanto se enterró los hijos iniciaron una búsqueda desesperada por la casa de algo que no encontraban, finalmente me preguntaron si conocía donde su madre guardaba los ahorros y las joyas, lógicamente respondí que no. Fueron hasta mi habitación que también registraron en malos modos y encontraron mis ahorros, no eran muchos, pero con un gesto triunfante dijeron que debían ser los de su madre y pretendía robarlos.

Sollozando respondí que era mi paga, que ella me lo había dado mes a mes y eran míos, que no tenía idea de joyas o dinero de la doña, pero no atendieron a razones, dándome un día para largarme de allí. Desesperada no sabía qué hacer, un llanto sucedía a otro y un dolor inmenso me embargaba, no merecía aquel trato ni que me robaran lo que era mío, estaba claro que actuaban con maldad, aunque no me extrañaba después de haber convivido con su madre. Tenía miedo que me denunciaran por ladrona así que metí mi ropa y objetos personales en un par de bolsas de basura, y me acosté sin poder dormir aquella noche.

Al día siguiente llegaron temprano y al ver las bolsas de plástico negras dijeron a gritos qué era lo que robaba en ellas, las rasgaron y volcaron en la cama comprobando que sólo era ropa vieja, nada más. Tras un tira y afloja les conté que nunca había tenido bolsa o maleta y usé lo primero que se me ocurrió. Avergonzados fueron a la habitación de su madre y de encima del armario cogieron una vieja maleta llena de polvo, la pusieron encima de la cama y metieron en ella todas mis cosas. Tras cerrarla me ordenaron irme. Me quedé sentada y llorando a la vez que objetaba no tener dinero para volver a mi casa porque ellos se lo habían quedado. El hijo sacó del bolsillo un billete, arrojándomelo se marcharon. Unas horas después salí de la casa para no volver, en el portal me encontré con una vecina quien al verme tan desesperada me llevó a su piso y tras contarle parte de mis cuitas me acompañó hasta la estación de autobuses, así fue como dejé atrás mi primer trabajo de sirvienta.

Diez años sin contacto son muchos años y para mi familia era una extraña, los abuelos habían fallecido, de mi hermana Laura tampoco sabían nada y conocí a una nueva hermana. Los chicos uno casado y los otros con novia se encargaban de la granja junto con mis padres aún así ni yo llevaba dinero ni ellos tenían suficiente para mantenerme. Me afané en buscar trabajo en el pueblo justo en el momento que el párroco necesitaba alguien que cuidara de él y de su madre. Mi experiencia como doméstica la supieron apreciar y durante tres tranquilos años les atendí con cariño. No dormía en la parroquia por temor a las malas lenguas, pero ambos eran buena gente pagando puntualmente y mucho mejor que tía Remi. La madre finalmente tuvo que ser ingresada en una residencia y el cura pidió el traslado para estar cerca de ella, por lo que nuevamente me vi sin trabajo.

Aquel tiempo habitaba una esquina del pajar de casa, un jergón y dos sillas eran mis compañías, ante esta nueva situación decidí emigrar al sur, allí habría muchas ofertas, total no tenía nada que perder. Decidí que con los pocos ahorros de que disponía me compraría ropa más decente y tiraría la de doña, en todo ese tiempo no había podido deshacer la maleta y me puse a la tarea. Sacando una chaqueta de perlé, amarillenta por la antigüedad, se enganchó en una cremallera, ni siquiera sabía que la había ni cuál era la utilidad porque debajo sólo estaba la estructura metálica de la misma. Se me ocurrió abrirla y ¡cielo santo! Allí había muchos billetes, y joyas también, eran los ahorros de tía Remi, me sentí ladrona, culpable de tenerlo, pero poco me duró el sentimiento porque nadie, nadie sabría jamás que todo aquel capital estaba allí. Volví a guardarlo sacando un billete por ver si era de curso legal. Sí, sí que lo era y con él me compré algo de ropa y una maleta nueva. Al día siguiente cogí el tren para Málaga, con aquellos ahorros tenía para tirar una buena temporada, eso sí las joyas sólo enseñar las más discretas ya vería qué hacer con ellas.

Enseguida encontré trabajo en un hotel modesto, compré apartamento en una zona tranquila y llamé a mi hermana pequeña para vivir conmigo, no quería que la pusieran a servir como a las demás, hambre no íbamos a pasar y debía tener opción de ganarse la vida como ella quisiera. Al principio siempre andaba con miedo a una posible denuncia por robo de los hijos buitre, pero con el tiempo comprendí que ni ellos sabían lo que su madre había hecho con sus ahorros, les está bien merecido por haber robado los míos.




 

 

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