Mi tragoncete - Esperanza Tirado

                                          

 




Mi tripa se hincha con el eco de cada ‘clinc clinc’ o cada ‘clonc clonc’. Mi tragoncete mágico de sueños futuros, me dice ella. Y yo respondo ‘oink oink’, cuando me recarga las pilas, que no siempre se acuerda, al sentir que una moneda de dos euros, reluciente y redondita entra hasta mi barriga.

Mi puesto está en la estantería, al lado de los tomos de la enciclopedia Espasa. Que nadie usa. Gracias a ellos sé lo que significa el ahorro en esta casa. En todas las acepciones. Y gracias a internet, el perejil de todas las salsas hoy día, sé mil cosas del ahorro; en todos sus aspectos, sean neologismos añadidos, correcciones, sinónimos y etimología.

La dueña de la casa, desde bien chiquitita, tuvo varios como yo. Entonces eran redonditos y de barro tosco, cocidos por las manos de su abuelo, primero, después de su padre. Ella misma metió en el horno a varios de mis antepasados. Que había que romper a martillazos para recuperar el tesoro que, con paciencia, se hubiera ido metido dentro. Con el primero vertió lágrimas. Tan duro trabajo para después acabar en pedazos. Pero de esos pedazos nació otro, y después otro.

Gastaba lo ahorrado en pequeños caprichos. Revistas, alguna prenda de moda, bolsos, chucherías varias. Aunque casi siempre dejaba algo para no empezar de cero.

Mantuvo esta sana costumbre hasta que se independizó. Trabajó jornadas dobles, ahorró mucho, lo que pudo en tiempos duros, rompió a martillazos tantos cerditos que podría haber puesto una granja para producir chorizos y morcillas. Pero de pensar en matar con sus manos a un animalito se estremecía. Sufría cuando tocaba juntar los pedazos que guardaban sus ahorros.

Después de penurias y ahorros se casó. Y mantuvo la costumbre de seguir ahorrando. Aunque tuvo que dejar de trabajar. Ahora era ama de casa y esposa. Su marido no apoyaba aquella idea. Ni la de la mujer trabajadora ni la del ahorro. Para él, urbanita, burgués, niño mimado, adulto engreído, un cerdo en casa era algo sucio, de baja categoría. Aunque fuera de barro, y no se revolcara en él. Las apariencias eran importantes. El dinero era importante y había que mostrarlo y gastarlo.

Y, así, aparentemente, vivieron felices durante unos años en los que el dinero iba y venía. Hasta que ese dinero, que ella veía convertido en fabulosos abrigos, lavadoras y frigoríficos último modelo, peluquería cada viernes, viajes cada fin de semana…, dejó de entrar por la puerta. Y voló a algún país lejano dentro de un maletín. Llevado por su esposo, que también dejó de entrar por la puerta de la casa conyugal.

Volatilizados esposo, hogar y dinero, recuperó viejas costumbres. La primera, la hucha de cerdito. La segunda, un trabajo para seguir sobreviviendo. Y sobre todo, una casa. Invirtió lo poco que había logrado ocultar a su marido en un piso modesto y asequible. En el que volver a sembrar lo que sus padres, tan trabajosamente habían conseguido en ella.

Hasta que un día notó que su barriga empezaba a hincharse casi tanto como la de sus ahorros. No tenía a quien recurrir; del padre de la criatura mejor ni acordarse.

Dejó el piso, debidamente pagado, y volvió a la casa familiar, ahora vacía. La enciclopedia Espasa seguía allí. Junto con miles de recuerdos de una vida, que valían más de lo que jamás ahorraría.

Siguió con la rutina del trabajo, del ahorro, de las visitas al hospital. A anotar en una libreta sus planes de gasto de la semana y a meter en la barriga de algún antepasado mío, alguna moneda o un billete de cien pesetas.

Los pañales, los biberones, las enfermedades infantiles,… le costaron muchas noches sin dormir y muchos congéneres hechos añicos.

Con el tiempo llegaron nuevas rutinas de ahorro. Y nuevos materiales. Las libretas del banco vinieron, nos hicieron compañía y un día se fueron.

Ahora somos dos. Pero mucho más modernos. Aunque nos den martillazos no nos rompemos. Somos de metacrilato, o algo parecido. Eso no viene en la enciclopedia, sí en internet. Abrimos y cerramos el morro y sale todo lo que se ha metido por nuestra espalda, con un sonoro ‘oink oink’.

Lo que no ha cambiado es el sitio que ocupamos en la estantería, en la balda junto a la enciclopedia; y, sobre todo, en el corazón de nuestros dos soñadores. En su pequeño también ha brotado y florecido esa sana costumbre.

Y cada vez que meten una moneda dentro de alguno de nosotros, resuenan ecos de bonitas historias, llenas de deseos de futuro que alguna vez pudieron ser. Y aunque muchas fueron como las cuentas de la lechera, las monedas siguen cayendo con ilusión dentro de la hucha de cada uno.

-Para el futuro, que nunca se sabe.

-Mamá, ¿Te has acordado de ponerle las pilas?

-Oink, oink.



 

 

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