Últimamente se ha convertido en mi refugio. Nunca lo pensé, jamás entró en mis planes tirarme a la bebida, pero la vida da muchas vueltas, y hoy por hoy la botella se ha convertido en mi mejor amiga y la esquina de esta mugrienta barra de bar en el mejor lugar para olvidarme del mundo. ¡Malditas mujeres! Es gracias a ellas que estoy aquí, por sus desprecios que me han roto el corazón y el alma a pesar de que les di lo mejor de mí.
Todo comenzó cuando Amelia me dejó tirado, abandonado como un perro después de media vida juntos, echando por la borda muchos años de amor sin motivo aparente. Una tarde, al regresar a casa, me la encontré con las maletas preparadas y con un adiós en los labios. Se le había terminado el amor, ya sólo me quería como un amigo, ya no despertaba en ella la pasión de antaño; excusas, únicamente excusas estúpidas, frases hechas vacías de sentimiento alguno que brotaban de su garganta con premura, atropelladamente, me atrevería a decir que casi sin pensar. Le faltó tiempo para correr en brazos de otro que le supo dar lo que yo no pude, aunque juro que durante todo el tiempo que estuvimos juntos la amé con locura. Nunca fui capaz de dilucidar en qué le fallé, por más que lo pensé y le di cien mil vueltas a su repentino abandono, y sin encontrar más salida ahogué mi desesperación en el alcohol, pues sólo estando ebrio conseguía apartarla de mi mente por unas horas.
Así fue que comencé a frecuentar la taberna del Cuco, un cubano pendenciero que no tenía reparos en dejar la botella a mi lado para que me sirviera yo mismo y empapara mi cuerpo en alcohol hasta que los efluvios me salieran por las orejas. Eso era lo que hacía tarde tras tarde, noche tras noche, acomodado en la esquina de la barra, en silencio, sólo en medio del gentío, mirando sin ver, escuchando sin oír. Por las tardes los lugareños se acomodaban en las mesas para jugar su partida al mus o al dominó, mirándome con recelo; por las noches, sin embargo, la taberna se convertía en un festival de música y jolgorio en medio del cual yo pasaba desapercibido. En realidad me daba lo mismo que se fijaran en mi o no, yo lo único que deseaba era beber y olvidar, nada más
Una noche, en aquel antro nauseabundo, conocí a Inés. Apareció de repente detrás de la barra, sirviendo copas con desparpajo y cierto descaro. Inés era una muchacha bonita, de pechos prominentes y piernas de infarto que llamaba la atención a todo aquel que osaba poner los pies en la taberna. Cautivaba a todos con su hermosa sonrisa, con su expresión pícara e ingenua, pero también sabía sacarse de encima con sutileza a todos aquellos babosos que la desnudaban con la mirada y que hubieran dado todo lo que tenían por pasar una noche entre sus sábanas.
Había oído decir que la taberna no era sino la tapadera de otros negocios sucios que tenía el Cuco, así que se me dio por pensar que la nueva chica era sólo una de sus putas y a mí no me interesaba, jamás me interesó el negocio del sexo, y esa vez no iba a ser diferente. Por eso cuando la muchacha, amablemente, me dijo que la botella no era buena compañera, la mandé a la porra sin contemplaciones, haciendo gala de una mala educación poco habitual en mí, pero influenciado, sin lugar a dudas, por la borrachera que llevaba encima. Contrariamente a lo que pudiera parecer, la chica no se amedrantó ante mi desplante y tarde tras tarde, noche tras noche, se acercaba a mí sonriendo y me soltaba alguna frase para la que nunca obtenía respuesta.
Cierta tarde en la que sin motivo aparente Amelia parecía querer regresar a mi cabeza con una intensidad inusual, Inés se sentó a mi mesa e intentó llevarse la botella de ginebra que ya estaba medio vacía.
–Apenas son la siete y ya estás borracho como una cuba, así que me voy a llevar la botella. No sé por qué te empeñas en castigar tu cuerpo de esta manera pero yo no voy a ser cómplice de tu destrucción.
Harto de escucharla, le arrebaté de malos modos la botella de las manos y le espeté que me dejara en paz, que yo no necesitaba consejos de nadie y menos suyos, que las putas no eran quién para decirme lo que debía o no debía hacer, además ¿qué interés tenía ella en que yo dejara de beber? Se acercó a mí y me dijo dos cosas: la primera, que ella no era ninguna puta, que se ganaba la vida de camarera porque no había encontrado nada mejor y de algo había que vivir, y lo segundo, que en que yo dejara de beber tenía el mayor interés de todos, que yo le gustaba y que no quería que malgastara mi vida. Confieso que me dejó muy sorprendido. La piltrafa humana en la que me había convertido no le podía gustar a nadie, pero semejante confesión tuvo el efecto de revolucionar mi autoestima, que, dicho sea de paso, estaba por los suelos. No me quedó más remedio que pedirle disculpas por mi soez comportamiento, disculpas que aceptó como si mis palabras no la hubieran herido en absoluto.
Fue entonces cuando debí de darme cuenta de que Inés no tenía sentimientos, pero no lo hice, al contrario, comencé a verla con otros ojos, empecé a fijarme en sus pechos turgentes, en su culo prieto, en sus largas piernas, en sus ojos negros como el carbón....en su manera de hablarme, dulce envolvente, cálida.
En las noches en las que los clientes escaseaban se acercaba a mi lado y me hablaba de no se qué cosas, incitándome a contarle, a decirle, y yo contaba y decía. Le hice partícipe de mi desgracia, busqué su consuelo, su comprensión, quise que de sus labios salieran las palabras precisas que me ayudaran a olvidar a Amelia, que corroborase lo ruin que había sido conmigo, y ella me escuchaba y asentía y de vez en cuando pasaba su mano por mi cara en una caricia que me derretía por dentro.
Encontrada, pues, la nueva ilusión que necesitaba en mi vida, dejé de beber. Yo sólo quería complacerla, hacerle ver que era un hombre íntegro, cabal, que pasado el bache podía ser el mismo de siempre, aquel que ella nunca había conocido, darle la oportunidad de hacerlo, sorprenderla, conquistarla...enamorarla.
Una noche la invité a mi casa y accedió. Hicimos el amor como locos, como si se nos fuera la vida en ello, sorbiéndonos, lamiéndonos, tocándonos, derrochando una pasión que parecía haber estado aprisionada y a la que por fin podíamos dar rienda suelta. Y a aquella noche siguió otra, y otra y muchas noches más y yo....me enamoré de nuevo como un imbécil y como imbécil que era me creí correspondido en un amor que jamás existió.
Cierta mañana, al volver del trabajo, la vi por la ciudad de la mano de un tipo que, evidentemente, no era yo. Al principio pensé estar viendo visiones, no podía ser que me volviera a ocurrir, que la mujer a la que amaba de nuevo me la arrebatara otro, pero después de seguirlos a una distancia prudencial no me cupo la menor duda.
Cuando aquella noche le quise pedir cuentas, sonriendo, como siempre, me dijo que no me equivocara, que entre ella y yo no había ningún compromiso ni lo iba a haber nunca.
–Tal vez debí decírtelo antes –me dijo– pero las cosas son así. Aquel que tú viste es mi marido. Lo quiero, lo adoro, estoy enamorada de él hasta la médula, pero un desgraciado accidente lo convirtió en impotente y yo no puedo vivir sin sexo. Simplemente busco en ti o en cualquier otro, lo que él no puede darme. Ahora estoy a gusto a tu lado, mañana no lo sé.
Me enfurecí, le llamé de todo, pero el amor que sentía por ella hizo que acabara llorando como un niño, suplicándole que me quisiera, que dejara a aquel hombre inservible y que se quedara mi lado.
–Eso no es posible. Nunca te hablé de amor, ni de compromiso...lo siento, pero le amo a él. Sé que te he utilizado, que me he portado mal contigo pero ¿hubieras querido estar a mi lado sabiendo la verdad? Antes de estar contigo tuve otras dos relaciones esporádicas. A ambos les conté la verdad en nuestro tercer o cuarto encuentro. El primero no quiso saber nada de mí, el segundo, al principio pareció entenderlo, pero poco a poco su supuesta comprensión se esfumó y comenzó a hablarme de amor, de boda y de un montón de estupideces más. Supongo que no es fácil de comprender.
–¿Tu marido lo sabe? ¿Lo consiente? – le pregunté absolutamente sorprendido.
–Cuando ocurrió el accidente que casi termina con su vida y supimos el estado en que iba a quedar, mi marido me quiso abandonar. Creía que era lo mejor para mí, dejarme libre para que rehiciera mi vida al lado de otro hombre, pero yo le rogué y le supliqué una y mil veces que continuara a mi lado. Yo le amaba, pasara lo que pasara nunca iba a dejar de quererle. Tanto le supliqué que decidió quedarse. Durante un tiempo vivimos como cualquier matrimonio normal, lo único que faltaba entre nosotros era el contacto sexual. Yo lo echaba de menos, pero lo suplía con....bueno prefiero no entrar en detalles. Una noche, Diego, mi esposo, me propuso que buscara otro hombre que pudiera satisfacer mis necesidades. Por supuesto yo me negué, incluso me enfadé con él, pues no podía entender que él pensara que yo podía llegar a hacer semejante cosa. Pero después.... Un día conocí a un hombre que me gustó y al que yo le gusté. Después de unos cuantos encuentros terminamos en la cama. Todo fue mucho más fácil de lo que pensaba, al fin y al cabo sólo es sexo, algo de lo que los hombres siempre disfrutasteis y que a las mujeres nos fue negado. El resto ya lo sabes. Imagino que querrás que me marche, estás en tu derecho.
Se marchó y a mí no me quedó más remedio que aceptar mi soledad. Las mujeres, por una cosa o por otra, no aguantan a mi lado, debo de hacerme a la idea. Por eso he vuelto a la botella y a la esquina de la barra de la taberna del Cuco, todas las tardes, mientras veo como los viejos echan su partida al mus o al dominó; todas las noches, cuando todo se transforma en alegría y jolgorio, para olvidar a Amelia, a Inés y a todas las mujeres del mundo. Levanto mi copa brindando con nadie, e imaginando un rostro femenino sin identidad, pienso en un frase a manera de absurda venganza: que te den.
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