La maldad - Marian Muñoz

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No tengo muy claro el inicio ni fui consciente del cambio, lo que sé es a quien se lo debo y todo por un afán avaricioso de hacer caja. Aurora mi editora, en uno de esos días en que nos reunimos en torno a un chocolate bien calentito y unos churros del Eva. Las ventas iban muy bien, es más, en aquellas navidades tuvieron que reeditar muchas obras al demandarlas en librerías y grandes superficies. Si nos iba bien ¿por qué? Siempre ha sentido la necesidad de hacer competencia a editoriales importantes, de demostrarles que a pesar de ser pequeña tiene buen ojo para sus escritores.

Lo recuerdo como si fuera hoy: “Mira Leni tienes copado el mercado de cuentos infantiles y de aventuras para niños, incluso los peque libros para bebés se están vendiendo como esto (dijo cogiendo un churro), ahora piensa que esos niños y niñas crecen, se convierten en adolescentes que deben seguir leyendo, y lo que demandan nuestros adolescentes es algo con colores más fuertes, quieren sangre, muertos, robots asesinos y zombis que pueblan la tierra, quieren acción y violencia, tú tienes que darles eso que demandan, debes crear un mozín o una mozina que sean los héroes de tus aventuras, que salgan siempre airosos a base de golpear y matar, con un poco de sexo por supuesto”. Vamos a ver Auro – le respondí- ¿tú ves como voy vestida? Mis colores son el rosa chicle, azul cielo, blanco nube, soy así y pedirme agresividad en mis historias ni me gusta ni me siento capaz, soy muy flower power la empatía y la buena educación son mi estándar, por eso tengo éxito, por eso padres, madres y abuelos de esos niños regalan mis cuentos.

Continuó insistiendo mediante llamadas, mails y whatsaps, empecé a sentirme presionada comenzando a darle vueltas en mi cabeza a un personaje sanguinario. Escribo basándome en vivencias o reflejos de mi entorno, quizás un poco almibarada pero los colores en mi vida siempre han sido los cálidos y claros, suaves y aterciopelados, ponerme a estas alturas a pensar en granates, negros, morados o marrones me superaba. Como siempre que no sé cómo seguir una historia busco en internet, bucee en páginas truculentas que daban pavor, noticias escabrosas de periódicos o programas con tintes amarillos donde unos y otros se apuñalan por la espalda. No me salía nada, tantos años pensando en rosa me hacían ser reacia no sólo a los cambios sino a mutar de colores. La maldad no era lo mío y mucho menos quería inculcarlo a mis niños, esos que han crecido leyendo desde pequeños a Pipo y a Reina mis hijos de papel.

Discurría cómo salir del atolladero cuando surgió la pandemia, nos encerraron en casa e iniciamos un viaje a la locura más terrible de la enfermedad, el aislamiento. Las noticias no paraban de dar incontables cifras con diferentes variantes, siglas a las que antes hubiéramos dado otro significado, personajes que copaban nuestras pantallas del televisor diariamente, políticos que improvisaban continuamente la organización de nuestras vidas, algo inaudito para un siglo XXI, tanto cambio, tanta orden mal dada y tanto daño sufrido llevó a imperar la maldad. Las películas de antaño, los programas de risa o los concursos de cocina o baile dejaron de interesar, la cuota de pantalla estaba en debates sobre lo mal que se había hecho y lo que se debería hacer, pseudo profesionales llenaban audiencias con opiniones contrarias y ni se sonrojaban porque llenaban sus faltriqueras. La maldad comenzó a surgir como la lava de un volcán, primero leventemente fisgando a vecinos y dudando de sus intenciones, luego increpando desde ventanas y balcones a quienes osaban saltarse las normas, y por último la desbandada al pensar que todo era un cuento para tenernos encerrados y no pasaba nada por confraternizar.

Vivo en un ático acompañada de tres caniches y cuatro abuelillas, sólo una es la mía, suponerse en peligro por un virus las tenía amedrentadas, cambiaron de ser dicharacheras a estar mustias y ausentes, procuraba entretenerlas con dibujos animados o programas de viajes, pero en cuanto me daba la vuelta cambiaban de canal escuchando terribles cifras y malos augurios. Y me dio como a todos la neura ejecutora, criticando y deseando lo peor a quien presenciaba saltándose las ordenes. No permitía que nadie entrara en casa ni siquiera el amable tendero que nos traía siempre los pedidos, desinfectaba todo cuanto venía de fuera, incluso mis zapatos, mi bolso o mi ropa, e inicié mi obsesión. Vivo en el barrio desde pequeña y más o menos nos conocemos todos, he sido testigo de cómo se llevaban de madrugada en ambulancia a muchos vecinos, en silencio para no crear alarma, personas que si lograban regresar lo hacían con gran jolgorio por parte de los demás al sentir que al coronavirus también se le puede vencer, pero del resto sólo leía una esquela en la página web de la funeraria sin siquiera poder reconfortar personalmente a su familia. Todo ese caos originó miseria, hambre, frío y desesperación en muchas casas e hizo que la maldad rugiera con más fuerza.

Rabia, intransigencia, egoísmo, envidia e ira, sobre todo ésta última fue haciéndose hueco en mi corazón y torné en agresiva, criticona y chillona, mis pobres abuelillas estaban doblemente temerosas, por mí y por el maldito virus. Me asusté a mi misma cuando desde la terraza increpé a un grupo de jóvenes sin mascarilla que compartían risas y bebidas, no podían oírme al hacerlo desde un octavo piso, pero la maldad corrió como la pólvora apoderándose de mí y comencé a escribir. A través de mi personaje Yano, recriminé, maté, robé e hice autenticas barbaridades impartiendo justicia por el bien de la humanidad a todos esos que ponían en peligro a nuestros mayores, a nuestra sociedad del bienestar y no iban a poder irse de rositas para repetirlo cuando se les antojara. Las sanciones administrativas no valían para cambiar actitudes ni los enfrentamientos agresivos a la policía. Yano armado con un spray inoculaba un gas dejándoles inmóviles en el suelo oyendo y sintiendo todo pero sin poder hablar ni moverse, tardaban horas en recuperarse y los que reincidieran o no aprendieran de la experiencia serían inyectados con una buena dosis de morfina para su extinción. No fui sutil en mis historias, al contrario intenté crear crueldad y violencia para justificar ejecuciones. Cuanto más escribía más liberaba mi espíritu del agobio de vivir bajo una pandemia.

Poco a poco retomé mi personalidad original aunque la liberación al escribir me había servido para algo, tenía dos novelas que gustaron a mi editora quien aprovechando la coyuntura publicó. No hubo presentación ni propaganda en los medios, tan sólo una breve nota en instagram que se transmitió como el virus convirtiendo los libros en superventas del momento. En casa logré coordinar el ying y el yang, pero desgraciadamente mis queridas compañeras de piso iniciaron un lento viaje hacia la muerte al dejar de interesarse por lo que ocurría deseando evitar el sufrimiento aterrador de un futuro incierto, se fueron apagando poco a poco y una tras otra en apenas medio año me dejaron triste y sola con mis caniches. La pandemia aún sigue, nos vuelven a encerrar perimetralmente y la cepa que tenemos encima viene de la pérfida Albión, desafortunadamente un gracioso se dedica a recrear mi personaje y asesina a quien ve que se salta a la torera las más mínimas normas de convivencia en pandemia, por suerte no me han denunciado como incitadora pero han retirado todos los ejemplares en los que sale Yano el justiciero. Como nuestros jóvenes son tan espabilados se pasan unos a otros la versión digital y en todo el país están surgiendo imitadores. Sigo culpabilizando a mi editora, la maldad sólo acarrea maldad y nunca será buena compañera de camino.


 

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