Agapito Molina era un hombre de aspecto extraño que poseía una fuerza descomunal. De escasa estatura, casi más ancho que alto, con el cuello de toro y unos rasgos faciales que recordaban a un mandril. Asustaba a todo desconocido que se cruzara en su camino, aunque luego, si se le oía hablar, se daba uno cuenta al instante de que no tenía muchas luces, más bien ninguna y que se trataba de un ser del todo inofensivo a pesar de su apariencia.
Vivía en un pueblo perdido de la dehesa extremeña, y se dedicaba a los más variados oficios. Era el enterrador, limpiaba la maleza de los caminos y sobre todo la tarea que más le gustaba realizar era cortar los cuernos a los cabestros y a los toros defectuosos que por cualquier razón no servían para la lidia. De ahí le venía el apodo de “el Cortacuernos”. Los cortaba con una maestría fuera de lo común, con un golpe de hacha certero y limpio, cosa que nadie había conseguido hacer. Se enfrentaba a la fiera con valentía, cual maestro del ruedo, aunque fuera el toro más bravo de la dehesa, lo dominaba como si en vez de toro fuera un gato o un perro, ante el asombro de todos aquellos que lo veían por vez primera. Era tal su buen hacer en estas lides que enseguida se corrió la voz, convirtiéndose su trabajo en espectáculo, y una vez al mes, cuando se organizaba la cortada de cuernos, acudía gente de los pueblos vecinos y no tan vecinos a presenciar el arte de Agapito.
Pero he aquí que una noche de niebla espesa, estando en la única tasca del pueblo tomando unos chatos con el capataz de una de las ganaderías para las que trabajaba, se le vino a la cabeza una visión espeluznante, que no era otra que la de la esposa del capataz retozando en la era con el sacristán del pueblo. De cuernos iba el asunto. El muchacho se mosqueó un poco, a ver a santo de qué tenía él semejantes visiones, y recordando que su bisabuela había sido expulsada del pueblo por bruja y vidente, pensó que igual había heredado él parte de sus facultades, y ni corto ni perezoso se decidió a comprobarlo. Salió de la taberna y enfiló camino de la era. A pesar de que con la niebla no se veía un burro a cuatro pasos supo seguir el camino recto, sin equivocarse y ya cuando se acercaba al punto exacto de su visión pudo oír los gritos de la Bernarda, a la postre la mujer del capataz, que estaba gozando cual perra en celo. El “Cortacuernos” se quedó quieto y callado, hasta que al poco rato pasó por su lado el sacristán subiéndose los pantalones. Afortunadamente debido a la espesa niebla no lo vio, y en ese instante, Agapito, que era tonto pero no tanto, decidió sacar tajada de la situación. Regresó a su casa y durmió como un lirón y al día siguiente bien temprano salió al encuentro de la Bernarda, que trabajaba de portera en el Ayuntamiento, y sin mucho preámbulo le dijo que estaba al corriente de su relación con el sacristán, que puesto que era corta cuernos de toros también lo iba a ser de otro tipo de cuernos en pos de la decencia del pueblo y que o le daba 200 euros o en menos que canta un gallo, su marido iba a estar enterado de su traspiés. Soltó la pasta la Bernarda, no le quedaba otra, peso se juró a sí misma vengarse de aquel idiota.
Las visiones de Agapito fueron en aumento. Sólo se presentaban las noches de niebla, que por fortuna para los infieles no eran muchas, pero aun así fastidió los encuentros de unas cuantas parejas. La mujer del Alcalde con el hijo del médico (que dicho sea de paso acababa de cumplir los 16), el notario con la modista, el marido de la modista con el Alcalde… y unas cuantas más. Todo ello fue observado de cerca por la Bernarda, dispuesta como estaba a poner en su sitio a aquel imbécil, y de manera discreta fue contactando con los infieles para ver si, ente todos, ideaban la manera de darle un escarmiento al cortacuernos.
Se reunieron un anochecer en el olivar, al amparo de miradas indiscretas, y aunque al principio se mostraron cohibidos, pues ninguno pensaba que hubiera tanta gente en el pueblo en su misma tesitura, al cabo de un rato ya hablaban con soltura dando opiniones y aportando ideas, cada cual más peregrina, puesto que si bien consideraban que el cortacuernos era un poco idiota, su fuerza descomunal era el principal obstáculo a la hora de plantearse un enfrentamiento cara a cara. Propinarle una paliza fue desde el principio una posibilidad descartada. La Bernarda opinaba que algún punto débil tenía que tener y que era ahí donde tenían que darle. Entonces la mujer del Alcalde, que era una viciosilla de cuidado, después de aclarar la garganta con un carraspeo dijo:
-Quiere ir de virtuoso pero no lo es tanto. Hace tiempo….bastante tiempo, me encontré con él una noche de niebla en la era, yo creo que me estaba espiando, y como el hijo del médico no apareció aquella noche, él me alivió los calores y me confesó que le gustaba mucho retozar, tanto que casi siempre tenía el mástil erguido y a veces no sabía qué hacer para disimularlo.
Pensó la Bernarda puede que hubieran dado con la manera de vengarse. Era posible que si lo capaban, le desapareciera la fuerza bruta. No perdían nada por probar. Contactó con un médico amigo suyo que se dedicaba a actividades clandestinas y se mostró dispuesto a llevar a cabo el plan. Una noche en la taberna emborrachó a Agapito y con la misma le fue fácil llevarle a la era y sustituirle los huevos por unas prótesis de silicona. Lo hizo con tal maestría que el susodicho apenas se dio cuenta salvo por un leve pero persistente picor. Supieron del resultado de la operación el primer día que se puso delante de un toro para cortarle los cuernos. El bicho le dio una cornada que lo dejó en el sitio, ante el asombro de la multitud que había acudido al evento. Nadie se explicó lo ocurrido salvo el club de los infieles.
El día que lo enterraron era un día de niebla espesa
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