Cantamancha - Marian Muñoz

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De donde no hay no se puede sacar” siempre me lo decían y era la mejor definición posible de Merchina. Comparto habitación con ella en el geriátrico, bueno lo de compartir es muy generoso porque hay sentimientos que desconoce.

De niña fue rebelde, de joven peleona y de adulta una contestaria, en su vejez es un duende provocador que enfada al personal trabajador y a todos los residentes porque no atiende a razones.

Siempre ha hecho lo contrario de lo que le decían o debía, llegó hasta 1º de la ESO porque de tanto repetir cursos en mitad de ese cumplió los 16 y se largó. Un problemón en casa, aunque lo puso fácil al escaparse y desaparecer durante 10 años. A su regreso la familia había conseguido olvidarla y ser felices sin la preocupación de cuál sería el último quebradero de cabeza que causara, así que al no ser bienvenida se quedó más tiempo del deseado por sus padres.

La pillaron varias veces durmiendo en el cajero de un banco siendo fichada por la policía y la guardia civil. Por un hurto un juez la envió a la cárcel intentando mantenerla en una celda, pero su comportamiento era tan contrario a una convivencia pacífica que decidieron internarla en un psiquiátrico, craso error porque salió tal cual entró, pero dejó tras de sí un reguero de bajas por depresión o ansiedad, no era persona grata de tratar y volvía loco a quien se la cruzaba.

Sin embargo, he de reconocer que algo hizo bien, se quedó embarazada siete veces y al término de sus siete embarazos fue a parir a un hospital cediendo en adopción a sus siete hijos de los que nunca quiso saber nada porque ni tenía tiempo de ser madre ni quería que vivieran con una persona tan contradictoria como ella. En su mejor época conseguía trabajos esporádicos que no conseguía mantener porque las normas de horarios, actividad o respeto no iban con ella, era lo que hoy en día llamamos una antisistema, iba en contra de todo lo establecido, pero no por una razón, porque no razonaba, sino porque en su interior no soportaba lo que otros dictasen o decidiesen, fuera lo que fuese.

Un frío invierno de nieves acabó con sus huesos (porque en eso se había convertido) en el hospital, donde tras recuperarse quedó bastante tocada su energía y aceptó ser ingresada en una residencia de ancianos, llegando un buen día hasta la otra cama de mi habitación. A pesar de sus años y su flojera física su personalidad no había mermado ni un ápice, creciendo en la oscuridad de la noche al abrigo del silencio, paseaba por el recinto manchando todo con los polvos de talco, otro día con las cremas o aceites corporales, derramando sal o azúcar. Si pillaba mercromina o betadine era cuando más disfrutaba. Las empleadas escondían todos los productos posibles de esparcir, entonces se dedicaba a cambiar las sillas o sillones de sitio, escondía escobas, recogedores, en una palabra, lo ponía todo patas arriba y por más que pusieron vigilancia nocturna o sensores de presencia no fueron capaces de pillarla.

Todos sabíamos quién era, porque si bien compartía habitación, debido a mis pastillas para dormir no me daba cuenta de nada. Para colmo por el día no paraba de cantar, lo hacía tan mal que todos la rehuían y procuraban estar lo más lejos posible, más de una vez intentaron que no lo hiciera, pero siempre siempre hacía lo contrario de lo que le decían, por esa razón le puse el mote de Cantamancha, no podía chivarme ya que soy la única persona a la que respeta y desconozco el motivo, como no quiero que cambie porque la temo, pues chitón, como me dijo en una ocasión “calladita estas más guapa”.


 

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