Martes y trece - Gloria Losada

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  Mañana es martes y trece
A San Antonio le pido
Que me deje ver en sueños
Al que va a ser mi marido.

La primera vez que yo le oí esa cancioncilla a mi abuela estaba muerta de miedo porque
alguien me había dicho que martes y trece era el día de la mala suerte y que me podía pasar
de todo. Yo por aquel entonces no debía de tener más de nueve o diez años, era medio boba y
fantasiosa y me creía todas las tonterías que me decían, la de la mala suerte también, y los
versillos de mi abuela también, cosa que, por suerte, vino a suavizar un poco mis temores. Si
en sueños podía ver a mi futuro amor, tan malo no debía ser el día. Y así fue que desde
entonces las vísperas de tan aciaga fecha me acostaba entre el temor por que viniera un
monstruo a llevarme a las entrañas de la tierra, o algo así, y la ilusión de que en mis sueños
apareciera el chico de turno que me gustaba.
Lo cierto es que nunca pasaba nada, ni una cosa, ni la otra y con el tiempo, según fui
cumpliendo años, el miedo se fue esfumando, pero no el anhelo estúpido de que se hiciera
realidad el dicho de mi abuela.
Mi diecisiete cumpleaños cuadró en martes y trece, de febrero, para ser más concretos y
esa noche (¡Oh por fin!) soñé con Manolito, el hijo del carnicero donde compraba mi madre.
Manolito era un muchacho guapísimo, alto, moreno, con los ojos tristes y azules, una monada
de chico. Su padre lo trataba fatal, decía que era un gandul, que no había querido estudiar y
que allí estaba de ayudante, a ver si se pensaba que iba a vivir de la sopa boba, y esto lo
soltaba a gritos en la carnicería, estuviera quien estuviera. Nadie decía nada, ni siquiera
Manolito, que seguía trabajando como si no oyera las crueles palabras de aquel ogro. Cuando
iba yo sola a hacer los recados siempre me regalaba una preciosa sonrisa al entregarme la
compra. La verdad es que si aquel iba a ser mi marido parecía que no se presentaba mal mi
futuro amoroso, por lo menos me iba a casar con un tío que quitaba el hipo y que
presumiblemente heredaría una carnicería, detalle este a tener en cuenta también. Así que
aunque nunca había entrado en mis planes tener como novio a Manolito, me fie de mis sueños
y, como de rebote, me empezó a gustar. Me ofrecía a ir a comprar pollo o bistecs, me hacía la
encontradiza con él, le sonreía y le echaba unas miradas matadoras... hasta que el pobre, que
se había dado cuenta de mis insinuaciones solapadas, me cogió un día por banda y me contó la
realidad de su vida. “Me gustan los chicos, por eso mi padre me tiene tanta inquina” A tomar
por saco mi marido ideal.
Aquello fue el principio de mi madurez, si puede llamarse así el hecho de dejar de creer en
estupideces, porque yo madura, lo que se dice madura mentalmente hablando nunca lo fui,
pero bueno eso no viene a cuento. Lo que importa es que viendo que el dichoso refrán de mi
abuela no eran más que unas palabrejas sin sentido, o puede que el cabroncete fuera San
Antonio, no sé, me fui olvidando del tema y ya me acostaba la víspera de los martes y trece tan
ricamente. Hasta que cumplí los treinta.Volvía a cuadrar mi cumpleaños en tan funesta fecha y aunque me acosté sin pensar en ello
la pesadilla que tuve me dejó marcada para siempre. Soñé que me casaba con un hombre
horrible. Era jorobado, le faltaban los dientes, tuerto del ojo derecho y algún defecto debía de
tener también en la boca porque se bababa. Estábamos en el altar, ante un cura que se reía
burlonamente y meneaba la cabeza de un lado a otro como diciendo a quién voy a casar yo
aquí. El otro, el jorobado, me miraba de forma lasciva y yo no quería casarme, pero algo
superior a mí me empujaba a hacerlo y aunque quería decir que no, decía que sí. Desperté
bañada en sudor, con el corazón a cien por hora, y no sé por qué fui consciente de la fecha que
era y del marido que me había mostrado San Antonio. ¡Qué horror! Pero solo había sido un
sueño, o eso creía yo. Llegaron los carnavales, unas fiestas que no me gustaron nunca, pero
aquel año mis amigas me arrastraron a un baile. Yo iba disfrazada de Esmeralda, la del
Jorobado de Notre Dame, que también es casualidad, pero ya tenía el disfraz antes del martes
trece, con lo que no contaba era con encontrar allí al hombre de mis sueños. Cuando lo vi
acercarse a mí casi me da un pasmo, era igualito al de mi pesadilla, hasta se le caía un hilillo de
baba al tío. Me dio un ataque de nervios y me puse a chillar como una loca. Nadie entendía
nada. Mis amigas pensaban que me ocurría algo serio, un infarto o algo así, y el hombre
disfrazado, porque no era más que eso, un hombre disfrazado, se quitó la careta que cubría
toda su cabeza y me miró compungido pidiéndome mil disculpas por haberme asustado, pero
es que como iba de Esmeralda se había acercado a mí para bromear y esas cosas. Tengo que
decir que lo que iba debajo del disfraz era mucho más guapo que el hijo del carnicero y encima
resultó ser simpático, culto, delicado... en fin no voy a entrar en detalles. El ataque de nervios
se me pasó enseguida. Tres años después nos casamos, de eso hace ya mucho tiempo, y
estamos muy bien juntos, con nuestras cosillas, como todo el mundo, pero felices de habernos
encontrado. Al final el refrán de mi abuela tuvo su parte de razón... ¿o sería San Antonio por su
cuenta? No lo tengo muy claro.

 

 

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