Cartas- Marga Pérez

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Era evidente que, ya en aquel momento, pensar estaba sobre valorado . Lo mismo que amar. A mi el mundo me gritaba : “Descubre” “Disfruta” “Ven”. Y no era un susurro, era un grito que no podía dejar de oir, cada día. ¡Era tan joven! Mamá no lo entendía. Ella ya entonces era de otra época . De aquella del “ Si tu me dices ven lo dejo todo…” Yo era de las que dejaba todo por viajar, conocer mundos, culturas... trabajar sin ataduras, a salto de mata, de aquí para allá . Estaba claro que ella no. Ella dejaría todo por amor…

Así estaban las cosas cuando recibí la primera carta. No la leí y fue directamente a la papelera. Sólo con el encabezamiento ya sabía que no era para mi ... “Estimada señorita…” Seguro que habían tomado mal el email y había llegado hasta el mío... esa tenía que ser la explicación . Olvidé el asunto. Punto. Seguí con mis cosas, pero a los pocos días llegó una segunda y luego una tercera. La dirección del remitente no me decía nada y me lo tomé a risa. Creí que me gastaban una broma.

Una noche mientras cenábamos, la entrada de un mensaje hizo que lo mirase. Era la cuarta carta. Siempre tenía al lado el móvil y lo miraba al instante, no lo podía evitar. Mamá no podía con ello así que le conté lo de las cartas para evitar otra discusión como la del día anterior. Sabía que le iban a gustar …Cuando terminé de leerlas sus ojos brillaban .No eran cartas de amor pero eran preciosas. Entonces lo que decían era lo de menos. Palabras, vivencias corrientes que cualquiera podía haber escrito pero dichas de una forma … ¡Cuanta sensibilidad ! Se veía que estaban escritas sin prisa, buscando el término adecuado, la expresión precisa, las palabras justas para llegar al corazón. Se notaba que era alguien acostumbrado a expresarse por escrito. Quizá lo hacía más a menudo que de forma oral. Allí no sobraba nada pero lo que callaba aún era mejor. Se adivinaba tras ellas a alguien generoso, con un corazón apasionado, de esos que se desbordan de humanidad. Elegante como un buen vino, fino y delicado. Con un sutil sentido del humor navegando sobre posos añejos de soledad … Ante sus ojos brillantes barrunté lo que iba a pasar: Mamá se quedó con su dirección y dejaron de llegar a la mía .

Las semanas pasaban y mamá no decía nada aunque yo sabía que se carteaba con aquel desconocido. Sus ojos lo decían, aquel brillo cantarín la delataba, sin embargo respeté su silencio. Eran sus cartas y sus historias. Bastante tenía yo con las mías… Era joven y el mundo me gritaba tan fuerte al oído que le hice caso. Empecé a viajar . Primero lo hacía por trabajo pero enseguida le cogí gusto a estar fuera de casa y encontraba mil disculpas para no volver. Disfruté como una enana en Australia, India, Tailandia, China, Japón, Sri Lanka…y allí se quedó mi juventud. Me di cuenta de ello cuando recibí una llamada de la tía Carlota para decirme si no iba a volver, mamá se moría. Más de veinte años fuera de casa sin preocupaciones, disfrutando a pierna suelta , sin responsabilidades, sin cargas de ningún tipo, y, de golpe, los cuarenta y cinco años que tenía, me pusieron en mi sitio. Cogí el primer avión que pude pero cuando llegué mamá ya se había ido. Lo hizo sin ruido, sin molestar a nadie. A mi nunca me había dicho que estaba enferma. Hacía años que lo sabía y tuvo que ser tía Carlota quien me lo dijera. Mamá le prohibió hacerlo antes.¡ Qué mayor estaba! Metida en aquel ataúd parecía que la habían reducido, le sobraba por todas partes. Tenía el pelo blanco y arrugas profundas en la frente. Los labios habían desaparecido entre el pegamento y la falta de carne. Los ojos, a pesar de estar bien cerrados, resultaban saltones en unas cuencas hundidas y lívidas. Nunca la habría conocido... por algo no me mandaba fotos ni quería video llamadas… ¡Menudo deterioro!

Después del entierro me quedé sola en el piso de mi infancia. Estaba tal cual. Ni un mueble más, ni un portarretratos menos, allí, sobre la consola, las fotos de sus muertos, como ella decía: papá, los abuelos, el tío Genaro, Piluca, la hija de sus padrinos. Desde que yo tengo memoria le acompañan. Siempre estuvieron ahí. Mamá hablaba con ellos, decía que a la familia hay que tenerla presente y ellos siempre lo estaban para ella. En su cuarto el ordenador desentonaba con los muebles sesenteros. Era lo único casi actual en la decoración y, sin ninguna intención, me senté frente a él y navegué sin rumbo abriendo y cerrando carpetas. Descubrí un mundo gastronómico entre miles de recetas recopiladas, muchas adaptadas a su enfermedad. Visitas a museos de arte de todo el mundo. Información de los países por los que me movía. Documentos scaneados ... Cuando abrí CARTAS pensé, ilusa de mi, que mamá guardaría ahí la escueta correspondencia que mantuvimos. Pues no. En CARTAS estaba la correspondencia que iniciara, viviendo con ella, con aquel desconocido que se había puesto en contacto conmigo. Había miles de cartas, de él y de ella. Miles de cartas que leí casi del tirón como quien mira por el ojo de la cerradura. Conocí a mamá a través de ellas ya que aprovechó la correspondencia con un desconocido para mostrar su lado más oculto. Para ser más ella misma. Veintitrés años de su vida ocultos al ojo ajeno que irrumpían de lleno en la mía sin haberme preparado para éllo. Fue un mazazo de realidad, de posar los pies en el suelo. En los días que me llevó su lectura maduré más que en todos los años corriendo por el mundo…

Ellos dos nunca se conocieron cara a cara e intuía, viendo aún varias en la bandeja de entrada, que desconocía su fallecimiento. Así que le escribí para concertar un encuentro, decírselo por email era una crueldad.

Javier, que así se llamaba, llegó al parque en el que habíamos quedado puntualmente. Pensé que una cafetería daría un toque frívolo a un encuentro tan especial. El parque era el lugar ideal, entre árboles, flores, pájaros y frescor, las malas noticias eran menos malas. La vegetación amortigua el dolor . Cura. Acelera la regeneración celular… Allí estaba yo sentada, en el único banco frente al kiosko de la música esperando por él. Me sorprendió lo joven que era. Entenderse tan bien con mi madre me hizo pensar en un señor mayor, como ella, pero era más como yo, mayor pero no mucho más. Nos miramos y, en sus ojos, vi que ya lo sabía. Para mi fue un alivio. Dar malas noticias no se me da bien. A partir de aquí el encuentro fue de lo más agradable. Nos conocíamos desde siempre. Mamá hizo de celestina sin saberlo y yo estaba preparada para valorar el amor en su justa medida. No necesitaba seguir huyendo. Con el tiempo supe que aquellas cartas no habían llegado por error. Javier trabajaba en la oficina de correos y allí supo de mi email en una de mis visitas. Se había enamorado de mi sin conocerme, sabía cómo iba a ser y esperó. Pura intuición. Su corazón no le engañaría. Sus cartas reflotaron lo mejor del mío . Me enamoraron. Sólo necesitábamos el encuentro... Gracias mamá

 

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