Nunca se me dio bien vivir en comunidad. Cosa extraña, viniendo de una familia numerosa, de esas de las de antes. De las que necesitabas sacar tres o más fotos para unirlas después como un desplegable para reconocer a todos sus miembros.
Quizá sea eso. Que en secreto añoraba una soledad y un silencio que nunca tuve. Rodeado de voces y cuerpos allí donde pusiera un pie. La ‘oveja callada’ me decían en la casa familiar. Me sentía fuera de sitio. Aunque entonces solo conociera ese. Apenas hablaba, por no llenar aún más el espacio diminuto que compartíamos con otra voz.
A veces hasta soñaba que las voces del día se juntaban de noche y caían sobre nosotros como una losa de piedra; para callarnos por siempre jamás.
Desde entonces voy buscando rincones tranquilos, como tablas de salvación de ruidosos naufragios sociales.
He vivido aquí y allá, en grandes ciudades, en pueblos de apenas veinte habitantes, en diversos países. La palabra, escrita y hablada, en distintos idiomas ha estado cerca de mí. Pero casi no me he molestado en aprender más allá de un ‘gracias’ o un ‘por favor’ en sus distintas variantes.
No he llegado a conectar con nadie de manera verdaderamente humana. Porque no quise… porque no supe... tal vez porque no me crucé con la persona correcta para mí. O yo no era el correcto para quien se cruzaba conmigo. He sido un deshabitante, más que un habitante de este mundo.
¿Quién sabe? Tal vez ese era mi destino. O lo que yo he ido buscado siempre.
Algún psicólogo diría que padezco el síndrome del náufrago en tierra, que se siente perdido y no sabe orientarse para pedir ayuda a sus iguales; y quizá por eso se mueve continuamente.
Pero es que yo no quiero ayuda. No estoy en peligro. Tal vez de extinción, cuando me muera. Pero eso no me preocupa. Al fin y al cabo es nuestro destino final. El de todos.
Que no me guste vivir con otros no quiere decir que sea un insolidario. Así que en algún momento de mi deambular me hice donante de sangre y de órganos, para casos de naufragios sanitarios, fueran leves o severos. También he ido soltando el lastre de mis libros en mis frecuentes viajes. Dejando historias de salvación o condena por los rincones más insospechados. Para quien necesitara algo más que unas monedas, un pitillo o un bocadillo grasiento.
Leer es una forma de curar el alma y el cuerpo. Si bien es cierto que hay que dar con la lectura correcta. Como debe pasar con las personas. Aunque como a mí no me ha ocurrido aún no puedo decir mucho más sobre este asunto.
Como dijo un gran poeta, mi equipaje, un macuto y unas botas, es lo que me lleva ligero por el mundo.
Para huir en caso de naufragio.
No soy una rata. Pero no me gusta quedarme en barcos, llenos de ruidos, voces o experiencias, en los que me veo como un intruso o no me siento cómodo.
Prefiero saltar y a veces nadar contracorriente. Hasta cambiar de rumbo o volver al punto de partida.
Allí, a mi primer lugar que deshabité. No diré hogar porque mi memoria es muy traicionera. A veces he vuelto por curiosidad, por inercia, porque no tenía otro rincón planeado en el mapa.
Aunque ya no queda nadie. Y los que están ni me recuerdan. Tanto he cambiado que a veces ni yo mismo recuerdo quien soy o por qué cargo con esta mochila incesantemente.
Cuando me detengo y permanezco demasiado tiempo sólo en un mismo lugar, me inquietan mis preguntas y mis dudas. Porque llenan el hueco que antes llenaban las voces de otros. Y me ahogo en mi inquietud de deshabitado, de desubicado.
A veces me siento un impostor o alguien maldito, condenado a moverse sin fin.
Nunca quise ser una copia de aquello que conocí, ya digo; porque necesitaba huir de esa falta de silencio.
Pero tanto caminar no me ha enseñado un modelo a seguir en el que ubicarme al fin. Estoy cansado.
Quizá debería detenerme en algún momento. Soltar la mochila. Liberarme. Sentirme ligero realmente. Conocer de verdad a alguien. Mirarle a la cara. Preguntarle cómo es vivir de ‘esa’ manera. Habitar de verdad. Y empezar a latir.
Sentirme humano dentro de este caos que me rodea. Y del que siempre he huido.
Sí. Debería probar. Nunca es tarde para que los náufragos echen el ancla a tierra y habiten en un rincón agradable.
Y escuchar a los demás.
Y escucharme de verdad. Con los oídos y con el corazón.
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