No quiero crecer solo - Marga Pérez

                                       

Relato inspirado en la fotografía


Abrazado al tronco de su árbol, Hugo echa la vista atrás y se ve hace años echo un mocoso… tímido... siempre con miedo, buscando la atención y el cariño de los suyos…

Sintiendo su humedad rugosa en la cara vuelve a escuchar la voz atiplada de su padre: “Si tienes una rana y no te gusta que salte, cómprate una tortuga…” Hugo siempre recibía esta contestación cuando demandaba atención. Cuando se quejaba de no tener amigos. Cuando se enfadaba por algo. Querían que se hiciese autónomo, un hombre...además eran muy prácticos y no tenían tiempo para el. Todos en su casa estaban tan ocupados… Hugo los necesitaba más de lo que ellos estaban dispuestos a darle y no siempre porque no quisieran, no, no, ¡no tenían tiempo! Esa era la realidad. Así que Hugo, siguiendo los consejos paternos, se fue en busca de la tortuga, con la suerte de encontrarla enseguida y muy cerca. La tortuga estaba dos casas más allá de la suya.

- ¿Necesita ayuda? -Le pregunta a don Ramón que poda un árbol frente a su casa.

- Hola. No, no necesito ayuda pero si quieres... Hacer estas tareas entre varios es más entretenido.

Hugo cogió la indirecta y como un rayo entró y se puso a su lado.

Don Ramón era un señor bastante más mayor que su padre. Estaba casado con Fina y no tenían hijos pero si mucho tiempo y ganas de compartirlo . Y Hugo lo aprovechó.

Cada día, después de terminar sus tareas, Hugo corría a casa de don Ramón y Fina como si tuviera que fichar. Sabía dónde estaban las herramientas . Era diligente, con ganas de aprender, obediente. Era un buen rapaz. Don Ramón, cada día, lo recibía más alegre. Se le notaba en los ojos. Le brillaban joviales. Fina enseguida se lo notó y arrimó el hombro para que Hugo quisiera seguir yendo. Tener un crío en casa era para ellos una bendición del cielo. Fina cocinaba muy bien y los bizcochos, torrijas y frixuelos volvieron a formar parte del menú diario. Después de trabajar en la huerta, un buen tazón de cola-cao con algo dulce para mojar entraba a las mil maravillas y, con la barriga llena, ya podían sentarse a jugar a las cartas, a pintar conchas de la playa, a leer cuentos o a hacer castillos de naipes. Hugo encontró allí toda la atención y el amor que necesitaba pero, no duró mucho. Don Ramón, sin contar con nadie, murió, prácticamente de repente, pasados unos seis meses. Fina desconsolada, decidió ir a vivir con una hermana a otra comunidad. Hugo quedaría desolado sin sus amigos si no fuera porque antes de irse, Fina le regalara una bonita planta con el encargo de que la cuidase, ella no podía llevársela.

Aquella planta se convirtió para Hugo en mucho más que una planta. Fue el mejor regalo que le podía haber hecho. La tenía en su dormitorio, en el alféizar de la ventana, y cada noche Hugo la ponía en la mesilla de noche y le hablaba. Le contaba de sus andanzas en el cole, de sus alegrías que no eran muchas pero, sobre todo, de sus miedos. Se convirtió en el hermano que no tenía. En el confidente que siempre quiso tener. En el amigo con el que soñaba… Muchas noches durmió abrazado a ella, con cuidado de que la tierra no cayese en la cama pero... nunca lo conseguía. Antes de ir a desayunar sacudía las sábanas, amontonaba la tierra bajo la alfombra y ponía sobre el alféizar a su amiga con un guiño de complicidad. Antes de cerrar la puerta Hugo la miraba con cariño y sentía que ella también lo hacía .

La planta creció a mayor velocidad que Hugo y, aconsejado por su padre, le buscó un sitio en el pequeño jardín que rodeaba la casa. Cavó cerca del muro que los aislaba de sus vecinos, en la parte más abrigada y menos visitada, frente a su ventana. Tenía miedo de que quedase visible, de que alguien la estropease o tal vez de que alguien se hiciese amigo suyo. Era su planta y sólo suya.


Los años pasaron y Hugo creció. Se hizo casi un hombre a la sombra de aquel árbol que un día plantara frente a su ventana. Su planta pasó a ser su árbol. El lo cuidaba con cariño. No podía ver cómo hormigas y arañas trepaban por su tronco y hacían nidos en sus recovecos. Lo desparasitaba regularmente y con cuidado limpiaba sus hojas. Brillaba cuando le daba el sol como si estuviera encerado. Varias familias de pájaros anidaron en él atraídos por su brillo. Cantaban felices cada amanecer y Hugo se sentía orgulloso de su amigo. Se estaba convirtiendo en un gran árbol lleno de trinos, vida y frescor.

Pero un día recibieron la visita de su vecino. El árbol que estaba plantado muy cerca del muro, amenazaba con tirarlo. Desde su jardín se veían mejor los desperfectos. Las raíces tomaron la dirección de su casa y … había que tomar una decisión. El padre de Hugo propuso tirar esa parte del muro y volver a construirlo salvando el perímetro del árbol. El vecino no atendía a razones, sólo aceptaría que se talase. La guerra estaba declarada. Fueron varios años de denuncias, juicios, voces, malas artes y… por fin llegó el veredicto: Tenían que talar el árbol y rehacer el muro.


Hugo lloraba abrazado al tronco de su árbol. Sintiendo su dolor pudo viajar con serenidad por su infancia y despedirse de ella. Le agradeció todo el tiempo que le había dedicado cuando más lo necesitaba , y se fue.


Se fue porque no quería ver cómo caía lo único que quedaba de aquella época . Estaba preparado para avanzar sin él pero no para ver cómo lo talaban.

Había llegado el momento de independizarse.

De seguir creciendo lejos de su familia .

Si, estaba preparado ,

ya olía la primavera.




 

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