Me gusta escuchar el traqueteo de las ruedas de las maletas nuevas. Suenan a ilusión, como a primer día de colegio pero sin colegio.
A vacaciones. A eso suenan.
Disfruto viendo la cantidad de tamaños, modelos y colores que hay. Cada viajero tiene la suya, casi igual a él. Como las mascotas, que dicen que siempre acaban pareciéndose a sus dueños.
La mía, mi maleta, que para mascotas no me da el sueldo de limpiadora en el hotel, es heredada de mi padre. De cuando se vino a trabajar a la ciudad, en la construcción. Es de esas de cuero duro, que pesa un quintal, de color marrón oscuro, y con dos cinchas gordas como cinturones de abuelo fofo. Está en el trastero, criando polvo, con los chismes que estorban en casa.
A veces subo; a ordenar, por nostalgia, por quitarme de las voces de la tele, que Juan parece que está disparando también al malo de la peli, y de las peleas de los chiquillos. Que los quiero mucho a todos, para eso los tuve y para eso me casé. Pero a veces un ratito a solas conmigo misma y mis pensamientos… Y una cervecita bien fría. O dos. Pero a ver quién me cogía escaleras abajo después. Un quinto piso sin ascensor.
Ya no estoy para juergas ni rondas de cervezas interminables con las amigas.
Ay, qué tiempos… A veces nos cruzamos por el barrio, nos saludamos, pero corriendo que tengo que ir a por el pan o a recoger a los chiquillos del cole, que mi Paco tiene turno de noche. Ya otro fin de semana nos juntamos.
Pero pasan fines de semana y pasa el tiempo y cada una a su vida.
Más tiempo y más vida hace que esa maleta llegó aquí. Vino para seis meses, lo que duraría la obra, le dijeron a mi padre. Pero aquí se quedó con ellos dos. Casi cincuenta años, o más. Ya ni me acuerdo cuando dejaron mis padres el pueblo. Puede que ni ellos mismos se acuerden. Yo ya nací aquí.
A veces imagino que cojo esa maleta y hago el viaje de vuelta. Como homenaje a ellos dos. Un recuerdo a su –nuestro- pasado del que no tengo imágenes, solo fotos antiguas de personas muy serias, vestidas de negro y con cara de hambre.
Pero esa maleta me cuenta que podría viajar, volver, pasear por el campo, conocer lo que mis padres dejaron atrás, Y saludar por las mañanas con un ‘¡Buenos días!’ bien alto. Aquí nadie te da los buenos días. Van todos con tanta prisa…
Pero ese pueblo, que no es mío, y ya casi ni de ellos, se quedó en la memoria de los tiempos.
Y ahora los tiempos son otros. Van aprisa, demasiado. Por eso todas las maletas llevan ruedas. Aunque estén de vacaciones, todos van corre que te pillo.
Madrugan mucho, desayunan tres veces por lo menos (eso nos cuenta Fran, el encargado de recoger las mesas cuando termina la hora del buffet, en la salita común a la hora del descanso) y ¡ale! a patear mundo.
Eso es lo mejor, los clientes madrugadores; porque mi compañera Elvira y yo entramos con el carrito de la limpieza y dejamos las habitaciones hechas en un santiamén.
Lo primero que vemos son las maletas, que se quedan siempre descansando a los pies de la cama. A veces, pocas, cuelgan la ropa en el armario para que se le quiten las arrugas.
Elvira es más curiosa que yo y abre puertas y cajones.
Mira Luisi, qué vestidazo. Qué maravilla. –Y hace como que se lo pone y baila.
Siempre se imagina historias de los clientes. ¿Para qué vendrán? ¿A dónde irán tan elegantes? ¿Qué comerán? ¿De bocatas o serán de pico fino y cinco tenedores? ¿Comprarán souvenirs para la familia? ¿Irán a ver El Rey León? ¿O serán cinéfilos gafapastas de versión original? ¿Gastarán el sueldo en ropa de marca?
Si están solo un día no abrimos el armario, nunca cuelgan nada. Pero si es un fin de semana largo, o un puente de esos de cinco días, descubres preciosidades. Y hasta la caja fuerte está cerrada. ¡Qué misterio!
Elvira se pirra por los tacones, pero ya casi nadie trae. Para alguna boda, pero ya se van viendo menos. Era gracioso verla pasearse con el bote de limpiabaños, el plumero y unos taconazos imposibles, desfilando habitación arriba y abajo.
Lo mejor son los pijamas a juego con las zapatillas. La gente se ha vuelto tonta con tanto muñequito de dibujos animados. Pero, sobre todo, las colonias. Me chiflan. A veces me echo un toquecito, un flus flus, que se esconde con el olor del desinfectante del baño. Se siente una como Marilyn Monroe, casi en una película.
Pero la peli dura poco. ¡Qué guarros son algunos! Hay que ver. A sus casas quisiera ir yo, a ver si dejaban los baños como si hubiera pasado Atila con trescientos caballos con la barriga suelta. Esos no traen maleta, sino mochila con mil bolsillos. Que luego vete saber dónde han puesto el agua, o la crema protectora o las tiritas para los pies. ¿Y qué más me dará a mí? Qué tonta soy a veces…
Los hay más curiosos, doblan las toallas que ya no quieren usar para que se las cambies, y te dejan una nota en la mesilla de noche.
‘Muchas gracias. Una estancia estupenda. Un hotel muy limpio y acogedor. Volveremos.’
No lo hacen, pero se agradece el detalle. Ya que te deslomas haciendo camas y limpiando váteres a mil por hora, que te den una palmadita en el hombro siempre reconforta. Si te pagaran quinientos euros más al mes, mucho mejor. Pero eso ya es una utopía.
Con esos sí que me iría de viaje, aunque fuera con la maleta vieja sin ruedas que mi padre se trajo del pueblo.
Me tomaría unas cañas, como antes, y hasta visitaría todos los museos que se me pusieran por delante. Lo que fuera, con tal de no estar escobilla en mano o riñendo en casa.
Menudas vacaciones me podría pegar.
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