Mi rabia se esfuma por la chimenea. Cuando me siento mal, cuando me sacan de quicio, aguanto la rabia hasta llegar a casa y una vez allí, meto la cabeza dentro de la chimenea y grito. Grito como si me estuvieran desollando vivo. Y resulta. No hay nada que consiga relajarme más. Pero la última vez mi chimenea se derrumbó sobre mi cabeza, aunque logré salir ileso. Además, como si se tratara de un castillo de naipes, las chimeneas de mis vecinos también se fueron desplomando sobre los tejados, salones y aceras. El técnico habló de defectos de construcción agravados por la temporada de lluvias y vendavales que estábamos padeciendo. Algunos vecinos comentaron haber escuchado a menudo unos ruidos extraños que parecían venir del más allá, a lo que el técnico no le dio la más mínima importancia. Así que mis vecinos estaban inquietos por mis gritos ¡Bien! Eso aún me aliviaba más. Es lo que tienen los adosados, con sus paredes pegadas, sus jardines pegados y sus chimeneas pegadas por no sé qué sistema que no logré entender por mucho que me explicaron. He de aclarar que soy de Letras. Y que, pese a todo lo anterior, aunque durante un tiempo me contuve, en el día de hoy, irritado por asuntos de trabajo, cabreado por un incidente de tráfico e indignado por la cagada de un perro que acabó en mis zapatos, esperé la llegada de la medianoche, metí la cabeza dentro de la chimenea y pegué un grito tan gigantesco que yo mismo me asusté. Ahora, los vecinos de mi fila de adosados, están mirando por la ventana, inquietos e incluso aterrados, algunos con las caras deformadas aún por sus pinturas de Hallowen.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.