Mejor en soledad - Marian Muñoz


 

 

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Un buen día sin saber porqué comencé a hacerlo, quizás por entretener el momento, quizás por vislumbrar un día soleado o lluvioso, el caso es que inicié una manía, costumbre o como quiera que se llame y durante ese instante me olvidaba de todo convirtiéndome en un voyeur, sano por supuesto no penséis raro, estoy mal pero tanto no.

Me gusta desayunar en pijama previa visita al baño, me como medio sándwich mixto y una taza de café caliente y humeante que disfruto agarrando entre mis manos mientras observo la calle a través de la ventana del salón. El rico vapor me despierta a la par que despeja mis fosas nasales y sin más pretensión observo a los viandantes que caminan apresurados calle arriba calle abajo, contemplo la lenta circulación de vehículos mientras esperan que uno más adelante termine de aparcar. El trajín mañanero cotidiano, carreras para llegar puntuales a sus destinos y aquí arriba desde un quinto piso viendo sin mirar o mirando sin ver.

Un buen día me fijé en ella, acababa de entrar a la calle tras doblar la esquina, hacia la mitad cruzó y continuó por la otra acera hasta perderse en la esquina opuesta al final de la misma. Reparé en ella posiblemente porque entre tanto trajín caminaba a buen ritmo pero sin prisa, su figura estilizada completamente de negro irradiaba armonía y decisión, su pelo correctamente peinado. Sin variar el ritmo de sus pasos navegó tranquilamente entre el maremágnum de madres con niños, hombres trajeados portando mochilas con portátiles y grupos de chavales.

Su efímero recorrido lo continuó en los siguientes días, en las siguientes semanas, en los siguientes meses. A las 8,45 como un reloj asomaba por la esquina, apenas duraba dos minutos pero era tan puntual que empecé a serlo yo. Ponía el despertador para que a menos cuarto pudiera contemplar con la taza humeante entre mis manos aquel esplendoroso paseo por mi calle y luego se perdía. Siempre vestía de negro, en invierno un tres cuartos con botones dorados que dejaban ver una botas de media caña apenas tapadas por un pantalón de buen corte. Si hacía mucho frío llevaba guantes y bufanda del mismo tono, cuando llovía un paraguas negro con ribete de lunares blancos. En verano también usaba pantalón negro con una chaqueta de punto flojo y zapatos con poco tacón, igualmente negros. Su andar pausado, su figura elegantemente estilizada y su cabeza suficientemente erguida sin aparentar soberbia, le daba aire de nobleza. Desde las alturas no apreciaba correctamente su rostro que aparentaba mediana edad, esa en que las mujeres han dejado de ser niñas pero aún no son señoras, el corte de pelo siempre el mismo una media melena recogida en una cola baja con mechas rubias perfectamente alineadas. Me cautivó y comencé a observarla a diario detenidamente desde la seguridad de mi ventana.

Nunca conseguía verla en su regreso si es que lo hacía por la misma calle, por más que fijé unas horas de vigilancia para observar su vuelta nunca lo logré, terminé pensando que quizás volvería en autobús o en coche con algún compañero de trabajo, no dudaba que su recorrido era para acudir al trabajo, solamente fallaba los domingos, así que en mi cabeza intenté encontrar cual sería su oficio o labor a la que se dedicaba. La negrura de su ropa me indicó que dependienta no era, un tono tan triste no anima las ventas. Limpiadora ni maestra me parecían oficios para ella, enfermera, periodista o confitera también los descarté, fuera cual fuese su labor no tenía duda que empleaba una bata para no mancharse, así que decidí que era doctora, a las nueve podía perfectamente abrir su consulta y atender sin despeinarse a sus pacientes.

Cada mañana la contemplaba. Puntual, nunca llevaba nada en las manos salvo los guantes o el paraguas, el bolso colgaba casi oculto de su hombro derecho no pudiendo ver su marca o tamaño, aunque seguro sería negro. ¡Me enamoró! soñaba con ella, con su mirada limpia, su sonrisa franca y sus ademanes de mujer de mundo segura de sí misma. Alguna vez sopesé bajar y verla pasar por mi lado, aspirando su perfume a la par que comprobar el color de sus ojos. ¿Me obsesioné? Tal vez, pero su sola visión alegraba mi jornada, me sentía acompañado y yo la arropaba con mi mirada, nada nos podía pasar y aquella rutina fue el impulso para continuar respirando.

No salía de casa ni siquiera cuando estaba enfermo era siempre el médico quien venía. Ocupaba las horas en mirar cuadros, libros, jarrones, cortinas y lámparas con las que mi querida madre había decorado el piso familiar. Cuando volví del cementerio tras su entierro decidí no salir nunca más y una enfermedad tan grave como la agorafobia me atrapó. Una pequeña pensión tramitada por la asistente social me bastaba para sobrevivir, comía bien poco y al no moverme apenas gastaba energía, con un menú del bar de enfrente que me traían a domicilio tenía para dos días, apenas consumía electricidad pues cuando la claridad del día ya no alumbraba solía acostarme y me levantaba cuando había amanecido. El microondas, el tostador o la cafetera eran los electrodomésticos que más consumían, al no moverme apenas ensuciaba y la lavadora la ponía una vez al mes. No veía televisión tan sólo a veces la radio, lo que entretenía mis días era observar desde la ventana, inventarme conversaciones ajenas o fisgar besos y abrazos que envidiaba. En eso gastaba mi tiempo hasta que ella apareció, por fin tenía un objetivo, mirarla, observarla, contemplarla con detenimiento y protegerla desde mi altura como un fiel guardián.

La suponía de luto por un marido amado ya que por otro familiar no dura tanto, aún era joven y podía rehacer su vida, ¿quizás a mi lado? ¡Qué tontería! Un adán como yo no podía pretender a un ángel como ella. Me fijaba en los hombres que pasaban por encontrarle una buena pareja ¡Qué tontería! Ilusiones de un solitario eso es lo que eran mis cábalas, pero al menos estaba entretenido sin pensar en mí ni en mis problemas y semana a semana mi soledad se suavizó, la angustia que sentía fue desvaneciéndose e inicié un lento proceso de recuperación hacia la normalidad. Dejé que el ánimo me llevara a asearme correctamente, a escuchar la radio para oír noticias, un día salí de casa a comprar pan y comprobé que la panadería había cerrado pero no pasó nada, pude caminar por mi calle y la gente no me miraba. Hice compra en el supermercado para cocinar, algo con lo que antes disfrutaba. Compré el periódico, algún pastel y chuches con que endulzar mi paladar. Encendí luces y consumí agua con normalidad, y mi vida caminó hacia otra realidad, aún así seguía observándola cada mañana a través de mi ventana.

Un buen día empezaron a llegar cartas, cartas del banco, cartas de la empresa de electricidad, cartas de la comunidad, al principio no las abría, hasta que me parecieron tantas que no tuve más opción. Números rojos en el banco, facturas devueltas por no tener saldo y notificaciones de morosidad. Acudí a la asistente social poniéndola al día de mis progresos y de mis cuitas, más como ya era una persona normal me quitaron la pensión y dejé de tener con que alimentarme. Una auténtica locura de embargos, de juicios y llegó el desahucio, me sacaron a la calle con mis enseres amontonados en la acera, nunca había trabajado, no tenía más oficio que haber cuidado de mi madre viuda y enferma.

Aquella mañana fría de primavera la vi, puntual como siempre giraba la esquina con paso ágil y decidido, pasó por mi lado y al cruzar nuestras miradas mi poca estima se desmoronó y sufrí un infarto. Aquella mujer a quien amaba y adoraba platónicamente era la implacable juez que me desahució.


 

 

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