Relato inspirado en la fotografía
Le llamábamos Miguel por su ingreso en urgencias el 29 de septiembre, no hablaba debido a su persistente tos y la inflamación de su garganta. Sus 41 grados de fiebre le dificultaban la respiración aunque y en instantes de delirio hacía gestos con sus manos de tocar un instrumento fantasma.
Sus grandes ojos azules y sus largas pestañas mostraban esperanza, sonreía a través de ellos pareciendo que cantaba cuando te observaba, su mirada era limpia y tranquilizadora dando confianza a nuestro trabajo y nuestros cuidados, a pesar de que su cuerpo mostraba la dureza de la vida sus ganas de vivir superaban con creces los envites del maldito virus.
Lo superó, todos aplaudimos su salida de la UCI, la televisión local sacó imágenes del momento y una vez alojado en planta la rutina se olvidó de él, de Miguel y yo también. Era otro más de los residentes en estado casi vegetativo, no hablaba, dormitaba todo el rato y tanto la medicación como el alimento debían introducirse por vena, poco o nada nuevo podía hacerse por él, su mirada apenas la sostenía y a pesar de dormir con la boca abierta, ni siquiera roncaba, era el perfecto compañero de habitación, no molestaba ni incordiaba, tan sólo los sanitarios que hacían lo imposible por mantenerlo con vida e intentar su recuperación, aunque no descartaban que volviera a la calle, que volviera a mendigar y que volviera a la sala de urgencias afectado por otra enfermedad.
Julita acababa de ser contratada como apoyo en la planta de geriatría, su juventud y poca experiencia le daban un plus de energía para animar a enfermos y a compañeros tan desgastados por meses de pandemia. Cuando le llegó la hora de atender a Miguel, sintió una punzada de tristeza y dolor por el abandono del hombre, nadie había preguntado y nadie había indagado sobre su vida, su pasado o en dónde se encontraba antes de ser llevado al hospital. Cuantas veces su abuela le había dicho “mientras hay vida hay esperanza” y confiaba en que Miguel aún tenía capacidad de recuperación y por tanto de saberse llamado por su nombre de pila, ese con el que toda su vida había respondido y por el que él se reconocería a sí mismo.
Abrió el armario donde guardaban sus pertenencias, comprobó que la bolsa de plástico que las escondía tenía la pegatina con su nombre y la fecha de ingreso. Deshizo el nudo tan bien hecho en urgencias y rebuscó entre sus cosas. Unos calcetines, unos zapatos, pantalón y slip negros, camisa blanca y americana de cuadros color mostaza (algo tan peculiar tenía que ser forzosamente una pista para averiguar quién era), una pajarita del mismo color que la chaqueta y una boina sucia, vieja y desgastada que guardaba en su interior una foto antigua, cuatro niños posaban en la que parecía ser una mini orquesta.
Se había ofrecido a trabajar horas extras al necesitar dinero para pagar la hipoteca y que no las echaran de casa. Salvo dormir se pasaba el día en el hospital aunque tenía retazos de relax en los que se ocupaba buscando indicios de Miguel por las redes. Había descartado que fuera un mendigo pues su ropa estaba limpia, si bien gastada no era vieja y sus manos denotaban estar cuidadas y no ajadas por una vida al aire libre. Su tez era más bien pálida, aunque debido a la gravedad de la enfermedad el color le había abandonado, pero no tenía las arrugas típicas de haber padecido inclemencias de la climatología. Decididamente no era un vagabundo.
Buscó y rabiló por cientos de páginas en internet, incluso reclamó la ayuda de su primo informático para ver si alguien con esa americana saldría en alguna foto, donde podría haberla comprado y así conseguir alguna pista. Nada de nada, las nuevas tecnologías ignoraban por completo al pobre Miguel, no había ni rastro en las redes. No se rindió y publicó en su instagram la foto de los pequeños músicos pidiendo ayuda a sus contactos para encontrar a alguno de ellos. El que un allegado respondiera que la foto parecía haber sido tomada alrededor de 1930 y los protagonistas tener al menos noventa años la desalentó un poco, tan sólo lo justo porque otro más contestó haber visto esa misma foto colgada en la pared de algún conocido e iba a indagar en dónde.
Lo días pasaban y su contacto no informaba ni Miguel mejoraba. Estuvo a punto de tirar la toalla y dejar de obsesionarse en averiguar su verdadero nombre, hasta que en Nochebuena tocándole turno de guardia, vio el mensaje de su contacto “la foto está colgada en un pub de la calle Tormagal en sus paredes se muestran imágenes antiguas de músicos, parece ser que todas pertenecen al abuelo del propietario”. Lo primero que hizo nada más salir del hospital fue visitar el pub, estaba cerrado por supuesto porque era Navidad. Llamó al teléfono escrito en un cartel de la puerta. Al principio de la conversación tartamudeaba, no sabía cómo abordarle y explicarle lo que intentaba averiguar sin faltar al respeto de su intimidad. Decidida como estaba, se lanzó a le solicitó una visita por ser un tema urgente. A pesar de la fecha el propietario atendió amablemente a Julita al notar gran preocupación en la muchacha.
Ya es Nochevieja y también tiene turno de guardia, a pesar de los brindis con agua o mosto a Julita le queda todavía uno muy especial, con Jacobo, el mal llamado Miguel. El propietario del pub pudo contarle aquella mañana de Navidad algo de la historia de la foto debido ya que en la trasera de la misma constaban escritos los nombres de sus protagonistas con su instrumento correspondiente. Su abuelo era el cantante, el muchacho del banjo y el de la guitarra sabía de su fallecimiento por su abuelo, así que Julita por fin tuvo suficiente información para reconocer quién era aquel vagabundo que tanto dormitaba en su planta y ponerle nombre y apellidos. A pesar del día tan señalado y no haber dormido por la guardia, no se aguantó la gana y corrió rápidamente al hospital para saludarle por su nombre, “Buenos días Jacobo, ¿Cómo se encuentra esta mañana?”, como si de un interruptor se tratase, el hombre despertó, sonrió a Julita y desde ese instante comenzó su verdadera recuperación.
Poco a poco fue contando que él era el niño de la flauta y se había ganado la vida tocando la trompeta en diferentes orquestas, dando tumbos por toda la geografía mundial, nunca se había asentado en ningún lugar pero al llegar la pandemia decidió echar raíces en su población natal, sin familia, sin amigos, una orquesta pequeña le daba trabajo esporádicamente, mientras vivía en una caravana de un camping, ese era el motivo por el que nadie le había echado en falta.
Los servicios sociales echaron una mano consiguiendole plaza en una residencia de mayores cercana al hospital, cada martes y jueves Jacobo, Julita y su abuela toman el café juntos antes del inicio de turno de la muchacha, se han hecho buenos amigos y van evitando con prudencia la epidemia del coronavirus, mientras tanto él anima desde la calle a los pacientes tocando alegres melodías con su trompeta viajera.
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