Sonaba insistentemente el maldito teléfono, abriendo un ojo miré al despertador, marcaba las nueve de la mañana y no era día de curro. Acababa de acostarme a las seis después de celebrar las venideras vacaciones con los del trabajo. Continuaba sonando con premura, decidí cogerlo por si se trataba de una urgencia.
Marta, mi prima, me hablaba toda acelerada al otro lado de la conexión - ¿has visto la tele? – No, claro que no, me aburre lo que ponen en las cadenas y no la veo casi nunca, le respondí. –Pues espabila que te noto adormilada, ha llegado nuestro gran día – Yo estaba dormida, pero algo se había fumado porque tanta excitación no era normal en ella. Por fin me cuenta que el pantano se ha secado, el verano seguirá siendo caluroso, pero hay que actuar rápido antes de perder una oportunidad como esta.
Mis vacaciones empezaban diez días después, nos daba tiempo a prepararnos en conciencia y usar con sensatez esta oportunidad. Mientras tanto volvieron a mi mente imágenes de nuestra niñez, en cuanto nos daban vacaciones mis padres o mis tíos nos llevaban al pueblo con la abuela. Una abuela a la que todos llamaban bruja aporque al vestir completamente de negro, incluso en la cabeza siempre lucía un pañuelo negro deslucido por el tórrido sol.
No parábamos mucho en casa, lo justo para no entristecernos contemplando su semblante, nunca reía, sólo una pequeña sonrisa al recibirnos el primer día y nada más. El pueblo se llama Aldea Nueva de Valdeoliva, nunca me extrañó el nombre, hasta ser mayor no di importancia a su conjunto de viviendas, casas pequeñas con una única altura, todas completamente iguales, tanto por fuera como por dentro y colocadas como hacían las caravanas en el Far West, en medio una explanada con cuatro árboles, una fuente y un par de bancos, eso era la plaza del pueblo donde al atardecer se reunían los mayores con sus sillas para hablar de sus cosas.
Diez años estuvimos veraneando y disfrutando de juegos y amistades infantiles, se accedía por una carretera escarpada que rodeaba al pantano, un embalse al que todos odiaban y sólo años más tarde, cuando la abuela se vino a vivir a mi casa, supimos el triste motivo. No me hizo gracia tenerla de compañera de habitación, pero a pesar de mis ruegos y lloros tuve que amoldarme a su compañía. Por suerte poco a poco el ambiente fue cambiando al dejarnos a ambas los sábados de tarde al cuidado de la abuela, momento en que aprovechaban mis padres y mis tíos con sus amigos, para salir solos a cenar, bailar o lo que fuera y pasar la noche juntas las tres, la abuela, Marta y yo.
La primera conversación comenzó al interesarnos por las gentes y los animales del pueblo, los conocíamos a todos y aunque la ciudad es más fácil para vivir, el ambiente del campo tiene algo que atrae. Empezó a contarnos el origen del pueblo que conocíamos, era nuevo porque el original estaba bajo las aguas del pantano, los ingenieros de la capital habían encontrado un río algo caudaloso y un valle alejado de zonas industriales y urbanas, muy oportuno para hacer un embalse y construir una central eléctrica. Los de Valdeoliva se movilizaron, protestaron ante la iglesia, la casa del gobernador, el ayuntamiento, pero la idea ya estaba en marcha y apenas les dieron tres días para desalojar e irse con sus trastos y animales al nuevo pueblo. El miedo caló hondo en todos ellos e incluso con las últimas mudanzas empezó el agua a pasearse por sus calles. Consiguieron salvar sus animales, sus camas y algunos muebles de cocina, pero debido al nerviosismo muchos lloraron al contemplar cómo pertenencias de valor sentimental se quedaban en las profundidades del pantano.
Mi abuela siempre ha sido muy organizada y consiguió llevarse junto con el abuelo casi todo lo que tenían, pero hubo algo que debido al trajín de aquellas tristes jornadas se olvidó, el tesoro del abuelo. Pegado a su casa estaba el gallinero, un pequeño recinto alambrado con una puerta vieja de madera. En las entrañas del gallinero, lejos de la vista y de la curiosidad de las personas habían escondido una caja de latón con objetos encontrados por él cuando eran novios. Gustaba de ir al monte y meterse en hondonadas, socavones, cualquier hueco que encontrara en la tierra por allí se introducía encontrando piedras raras, trozos de hierro o de madera, huesos pulidos a saber por quién, piedras de colores incluso ámbar. Cada vez que quedaban en las escaleras de la iglesia él le daba un regalo, ella lo custodiaba como si de un tesoro se tratase. En alguna ocasión esa afición le costó más de un susto por entrar en una osera o una madriguera y los animales echarle sin contemplaciones.
Haber tenido que abandonar a prisa y corriendo su casa era algo imperdonable pero olvidar sus pequeños tesoros recuerdo de las correrías del amor de su vida lo tenía como una fijación, como un dolor más grande que haberle perdido para siempre. Cuando hablaba de su casa, de su vida abajo en el valle, de sus vivencias de niñez su semblante cambiaba y se convertía en otra persona. Poco a poco el rictus serio se fue suavizando y comenzó a sonreír, incluso reírse al hacer nosotras alguna trastada, nos conmovió tanto aquel cambio que mientras íbamos creciendo le pedíamos nos contara cosas del pueblo, donde estaba su casa ya que nos íbamos a hacer submarinistas y bajar a rescatar su ansiada caja.
Los años fueron pasando, en el pantano nadie se podía bañar por peligroso debido a las corrientes, los árboles o maleza, incluso objetos que pudieran estar semiahogados enredándose y llevar a una muerte segura a quien se atreviera. Antes de morir la abuela nos pidió un favor muy grande, si alguna vez lográbamos rescatar su caja, teníamos que enterrarla con ella, por supuesto le dijimos que sí, aunque en aquel momento veíamos poco factible hacerlo.
Los años fueron pasando hasta la mañana que la loca de mi prima me despertó sin piedad, Valdeoliva acababa de salir en la televisión. Nos alojamos en una casa rural cerca del pantano, nos comportamos como cualquier turista sacando fotos y fisgando el pueblo que había surgido tras la sequía del pantano, un pueblo entero bastante bien conservado sobre todo la iglesia y una casona cuadrada que aún conservaba maderas de su tejado. No nos atrevíamos a meternos entre las ruinas por si el lodo nos atrapaba, pero al ver a gente del pueblo hacerlo, nos animamos. La abuela nos había explicado con meridiana claridad cuál era su casa y donde estaba el gallinero. Al principio despistadas no costó ubicarnos, pero una vez caminando entre las calles dimos perfectamente con ella. Del gallinero sólo quedaba la puerta tirada en el suelo, miramos alrededor por si alguien nos observaba y rápidamente con una pequeña pala quitamos una buena cantidad de lodo y allí, enrollado en un trapo, encontramos su caja. Excitadas la metimos en la mochila que llevábamos y salimos corriendo del lugar, no sin antes lanzar un beso al cielo porque seguramente la abuela nos estaba viendo.
Regresamos a la ciudad sin mirar en su interior, la prudencia pudo más que la curiosidad y en casa de Marta nos dispusimos a abrirla, no sin antes lavar ligeramente la tela que la cubría, aunque los colores estaban rebajados se notaba que había sido muy vistosa. El latón estaba muy oxidado y nos costó abrirla, pero lo logramos, descubriendo en su interior un tesoro muy bien conservado, tenía razón la abuela, había tres trozos de ámbar incluso uno tenía atrapado un insecto. Puntas de sílex, conchas de moluscos, aros de bronce, un par de estalactitas, puntas de hierro, piedras azules y negras como azabache.
Todo aquello nos parecía de gran valor tanto histórico como económico, pero nos sentíamos en deuda con la abuela, le habíamos dado palabra de enterrarlo con ella y así lo hicimos. El día de su cumpleaños nos acercamos al panteón familiar y con ayuda de personal del cementerio pusimos la caja dentro de su ataúd, tuvimos que pagar bien al operario porque no es algo habitual, pero al menos cumplimos con la palabra dada. Hicimos una anotación en el calendario para dentro de diez años abrir el ataúd, reposar los restos de la abuela en un osario y acceder al pequeño tesoro del abuelo, quien sabe si cuando llegue ese día, con suerte, nos hacemos ricas.
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