A salvo - Esperanza Tirado

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Llevaban una semana viajando con rumbo indeterminado. Y se estaba desesperando y angustiando. A lo mejor es que nadie de los que estaban al mando de aquella nave sabía a dónde iban, pensaba cuando su angustia crecía.

No había libros allí. Ni uno. Ni siquiera una breve guía de navegación espacial para dummies.

Para calmarse sacaba el manojo de llaves de su librería y lo tocaba y lo hacía sonar. Su librería, su tesoro, su vida. Que había dejado atrás, en la Tierra, en su país, en su ciudad, en su calle, al lado de su casa… con la firme promesa, por parte de las autoridades sanitarias, de que dentro de esa nave estarían a salvo. Los doctores que viajaban con ellos les examinarían periódicamente.

Dentro de aquella burbuja aséptica y extrañamente setentera, donde todo era estrictamente desinfectado, viajaban los elegidos, los primeros que probarían la vacuna del milagro. Esa que les libraría de todas las enfermedades conocidas y venideras.

Ella, sin familia, sin pareja, sin hijos, sin ataduras, rellenó el formulario y se presentó voluntaria. Un viaje de una semana, unas pocas pruebas, un pinchazo y a casa, pensó. Sería fácil.

Ahora que ya lleva allí una semana, tal vez algo más, dentro en una órbita desconocida, rumbo a algo más desconocido todavía, no sabe cuánto aguantará sin tener un libro entre sus manos. Sin leerlo, sin olerlo, sin pasar sus páginas… Hasta un aséptico e-book le serviría. Algo en lo que hallar escrito cualquier cosa, negro sobre blanco o gris.

En la nave no huele a nada, no hay nada para poder leer. Todo está inmaculadamente ordenado y controlado por los médicos y los especialistas cubiertos con un traje blanco, como astronautas. Lo único que da un poco de alegría es la comida, que se toma en cápsulas color arco iris. Aunque no distingue los sabores; y antes de tragárselas hace dibujos y letras con ellas.

Al resto de voluntarios ya parece darle igual todo, y como borregos o anestesiados miran hacia la gran negrura afuera de la bóveda acristalada de la nave.

En cuanto la vacunen pedirá un permiso especial para volver a la Tierra en una cápsula individual. Ya ha averiguado que hay diez de ellas. Tal vez los de la tripulación se las hayan reservado; pero ya lo ha planeado: se colará cual polizón y regresará a la Tierra. Vacunada y posiblemente con secuelas. Pero no le importa con tal de regresar.

Porque necesita regresar. Por su librería, por sus libros, por ella misma. No quiere convertirse en uno de esos zombies que miran sin mirar hacia la negrura exterior.

Cuando la sensación de angustia dura más de la cuenta, y se le han acabado las píldoras de colores, saca el manojo de llaves. Y, como un bebé con sus primeros juguetes, las huele, las toca, las hace sonar y se acuna.

Pronto volverá a casa. A su librería. A su casa. A su calle. Allí sí que estará a salvo.





 

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