No lo vi, le juro que no lo vi, pero por favor deme algo fuerte porque me duele muchísimo y no me aguanto – le dije mientras veía en su boca una mini sonrisa perversa que translucía una falta total de empatía.
Daba igual que fuesen las cinco de la madrugada, sólo quería que aquel dolor parase y meterme en la cama. Parecía un sueño, un terrible y mal sueño sin sospechar aún de los problemas que acarrearía aquel accidentado tropezón.
Me levanté como hago muchas veces a beber un poco de agua, pero al entrar en la cocina mi pie pisó algo tan doloroso que caí y me desmayé porque cuando conseguí abrir los ojos estaba empapado en un líquido mal oliente que parecía ser mi orina, sí me había meado encima cuando lo único que ansiaba era un poco de agua.
A pesar del intenso dolor pude vislumbrar gracias a la luz de las farolas que debajo de la mesa de la cocina había cristales, seguramente un vaso roto, y me los había clavado en la planta del pie causándome el desmayo. No entendía lo que ese vaso hacía en el suelo, no recordaba que se me hubiera caído y tampoco haberlo dejado encima de la mesa, pero era evidente que mi pie descalzo lo había pisado.
Como pude y a pata coja conseguí llegar al dormitorio, me cambié de ropa, cogí móvil y cartera después de llamar a un taxi para llevarme a urgencias. Casualmente mi hermana Cristina en su última visita se había dejado las muletas en mi paragüero. Al taxista no le hizo mucha gracia la herida de mi pie porque aún sangraba, pero no podía taparlo ya que corría el riesgo de clavar aún más los cristales en la carne, suponiendo un mayor grado de dolor que superaría con creces mi umbral del mismo. Lo sentía por él, como así se lo dije, procuré no manchar nada más que la alfombrilla para que fuese fácil la limpieza y con un gesto de alivio para ambos, me dejó en la puerta del hospital.
Los celadores andaban un poco adormilados porque a pesar de verme con muletas, no teniendo idea de cómo manejarlas, ni siquiera buscaron una silla de ruedas para aliviar mi incapacidad momentánea. El médico tampoco estaba muy espabilado porque no hacía más que mirar de izquierda a derecha mi pie sin hacer nada. Claro que luego comprobé que estaba en prácticas y no debía más que mirar hasta la llegada del titular, un tipo estirado y repeinado que con aire indulgente comenzó a preguntarme lo que había pasado.
No usó anestesia para mí ni para el pie por lo que al intenso dolor de sacarme los cristales volví a desmayarme, menos mal que había vaciado ya la vejiga. El despertar no fue mejor que en casa porque el dolor seguía siendo insufrible, por más que le pedía algún calmante o sedante o lo que fuera, me daba igual, así no podía continuar porque me volvería loco. Insistí, insistí e insistí, por fin me inyectó un calmante que me dejó tan mareado que no podía sostenerme en pie y tuve que pasar la noche en un box, rodeado de pitidos, quejidos de otros pacientes y doliéndome todo el cuerpo menos el pie, ¡menos mal!, por la dureza de la camilla.
Unas horas más tarde consiguieron que una ambulancia me llevara a casa, como pude llamé a Paco el vecino de abajo que es fisioterapeuta y gracias a él conseguí hacerme las curas y recuperar unas semanas después la movilidad completa del pie. No conseguí saber qué pintaba el vaso roto debajo de la mesa porque no tengo ni perro ni gato, y tampoco comparto la vivienda con nadie, por dicha razón me quedé preocupado por si soy sonámbulo y nunca me había percatado.
Por si acaso he cambiado los vasos por unos de plástico hasta que arregle mi desorden nocturno, si es que lo tengo.
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