El último adios - Pilar Murillo

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Me llamo Saladina Escribano. Me acabo de separar de mi novio, bueno hace ya un año durante el cual estuve hundida.

Conseguí salir de aquél estado de tristeza y decidí mudarme a otra ciudad. Todo lo que fuese para enterrar el pasado.

En esta ocasión decidí vivir en una casa a las afueras de la ciudad, concretamente donde termina y comienza la aldea.

La casa era una ganga, era de principios del siglo pasado, demasiado grande para mí sola, pero siempre me han gustado las casas indianas.

La primera noche que pasé en ella había ruidos, pero me dije a mi misma que las casas viejas donde hay mucha madera meten ruido como si tuviesen vida propia.

Al día siguiente comenzaba una señora para ayudarme con la limpieza y me comentó que ella no dormiría jamás en una casa tan grande. Ni caso le hice, yo soy bastante escéptica para esas ideas de fantasmas, siempre encontré una lógica para todo ello.

Dentro de mi apareció la rabia hacia mi expareja. Estaba pasando de la negación a ese sentimiento de querer odiarlo.

Lo que voy a relatar va a parecer increíble porque yo misma no lo creería si no lo hubiese vívido.

Aquél día de otoño hacia bastante frío y hacia las ocho de la tarde comenzó una fuerte tormenta.

Había una chimenea en la biblioteca. La estancia era amplia, situada en el piso de abajo donde decidí ponerme a leer después de meterme entre pecho y espalda unos suculentos manjares. (Ensalada mixta). Tenía encendida la chimenea desde las siete de la tarde. En poco tiempo calentó la biblioteca.

A un metro del fuego y a tres cuartos frente a él había colocadas dos butacas de piel en color marrón. En una de ellas me había sentado a leer, y no sé cuándo me quedé dormida. Desperté con las doce campanadas de un reloj que desde hacía un mes que vivía allí, jamás había sonado, es más no funcionaba. Luego miré a la butaca de al lado y allí estaba Pablo, mi ex. Me sobresalté pero no pude articular palabra. Sentí un frío helado a pesar de que aún había rescoldos. Tenía que ser visible mi incómoda al verlo. Me sorprendí a mi misma quedándome muda. No pregunté qué hacia allí, me limité a quedar con cara de tonta y a escuchar, porque inmediatamente comenzó a decirme que necesitaba que lo perdonase por el daño que me había causado, que la vida es un soplo de aire y no merece la pena estar enfadados. Luego me dijo adiós y lo acompañé a la puerta, yo misma se la abrí para que se fuese. Ni se acercó a darme un beso, cosa que le agradecí enormemente en ese preciso instante.

Al día siguiente la alarma de la radio se activó y seguidamente se oyeron las noticias. Lamentaban la pérdida del famoso escultor Pablo Trancazo que se había estrellado con su coche a la media noche en la autopista.

¿Soñé que lo vi a la hora de su muerte? ¿Lo vi realmente? Estas incógnitas las dejaré para mí. Solo yo sé lo que ocurrió.

 

 

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