El molinillo roto - Marga Pérez

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Que el mundo echase el freno sin contar conmigo, tengo que decir , que no me lo tomé muy bien de entrada. Tenía muchas cosas entre manos inaplazables, vitales, imprescindibles, insustituibles e irreemplazables… planes , reuniones, citas, proyectos que no podía dejar aparcados así como así. Mi agenda echaba humo y el gobierno decidía confinarnos en casa… ¡Menuda hecatombe!

Durante dos días, cual tabardillo, limpié la casa como si no hubiera un mañana. Sentía en el cuerpo tal desazón que no podía estar quieta en ningún sitio, ni pensar en nada, ni disfrutar de lo que hacía, ni escuchar a los demás, ni sentir lo que me estaba pasando…

Como la casa enseguida pasó de limpia a impoluta, bajé al garaje dispuesta a ordenar un cuarto que desde siempre viene siendo el trastero, no solo mio, sino de mis padres, hermanos y algún que otro sobrino. Sé que estas cosas pasan por tener una casa grande, haber sido de siempre la casa familiar y además vivir en ella la tía solterona que siempre presume de que puede con todo. Me está bien empleado.

Pues bajé al garaje ¡ hice una limpieza…! Hacía años que no entraba tan hasta el fondo. No lo recordaba tan grande. Allí detrás, al fondo del todo, había cantidad de cosas de mis abuelos que seguro que mis padres desecharon después de quedarse ellos en la casa tras el fallecimiento del abuelo. Aquí nací yo y aquí me quedé después de que mis hermanos se independizaran, soy la más pequeña. Mis hermanos aún recuerdan cuando se mudaron y lo que disfrutaron teniendo una habitación para cada uno. El piso en el que vivían, según dicen, era bastante pequeño.

Entre las cosas que encontré de los abuelos había un molinillo de café. Era el molinillo de café en uso y utilizado hasta la saciedad antes de que el eléctrico se impusiese como más moderno. Estaba roto pero así y todo me hizo regresar a otra época en que me peleaba con mis hermanos por moler el café, en la cocina antigua, sin prisas. En aquella cocina en que varias mujeres se movían entre labores de mujeres, como si de un ballet se tratase. Una lavando en la pileta, otra entre fogones, humos y olor a comida. Otra en el fregadero, lavando ollas, platos… Mis hermanos atizando la caldera de carbón .. El aparato de radio siempre encendido esperando el consultorio de Elena Francis. Yo, sentada en la mesa de madera de la cocina, con el molinillo y el café. Giraba aquella especie de ala metálica y echaba los granos, lo cerraba, lo ajustaba y ya estaba preparado para moler. Siempre me recordaba a una mariquita, oscura y metálica en vez de una delicada y fina con alas rojas y motas negras …

Le daba vueltas y más vueltas al manubrio. Al principio con más resistencia, tenía que hacer más fuerza…la abuela a veces me ayudaba pero enseguida podía yo, era como coser y cantar. Dejaba de oírse aquel ruido de los granos huyendo de ser triturados pero, no podían resistirse, todos caían en forma de polvo al cajón. Me encantaba abrirlo y vaciarlo en una lata de cola-cao, metálica, color café con leche y lunares blancos que tenía en un lateral escrito: CAFÉ. Había latas de cola-cao, metálicas, medio oxidadas de todos los colores pero todas con lunares blancos. En el lateral el nombre cambiaba HARINA, AZUCAR, ARROZ, GARBANZOS… Qué recuerdos. La despensa estaba llena de esas latas… Ese olor a café recién molido me acompañó siempre sin que yo me diese cuenta hasta entonces en que volví a abrir aquel molinillo...Olía como el de la niñez a pesar de que hacía muchos años que no se usaba. Descubrí así que mi infancia olía a lo que olía aquella cocina, una mezcla de olor a madera lavada con arena, jabón lagarto, cera. Olor a despensa atiborrada donde el aroma a queso curado, el de los chorizos en grasa, el de las patatas en el cajón y el de las frutas y verduras se mezclaba con el de las herramientas, productos de limpieza , latas de cola-cao medio oxidadas y botes de pelargón.

Volviendo a aquella cocina del molinillo, empecé a darme cuenta de que las cosas que realmente tienen importancia no están en mi agenda, de esas puedo prescindir. De hecho estuve dos meses sin echarlas en falta. Si eché en falta el cariño, a mis amigos, a mi familia y sobre todo a mi abuela. Era una mujer muy especial que ahora empiezo a entender, quizá por compartir edad… cuando le decía que tenía miedo, normalmente cuando me acostaba y me apagaba la luz, ella me decía: “ cierra los ojos, respira, tienes todo lo que necesitas” Yo lo hacía pero la paz que siento ahora cuando lo hago no la sentí entonces. Gracias abuela, donde estés.

Si el confinamiento me enseñó a valorar lo que tengo y a vivir con más calma tengo que reconocer también que suelo practicar más a menudo las enseñanzas de mi abuela . Este virus y este mundo convulso en el que vivimos hacen que a menudo me tenga que parar , cerrar los ojos, respirar y decir : Tengo todo lo que necesito. ¡Qué bien me sienta!

 

 

 

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