Todo comenzó con una frase inocente:
—Solo vamos a cambiar los muebles y el suelo de la cocina,
nada más— dijo Ella, con la ingenuidad de quien no ha visto nunca a una
cuadrilla de albañiles levantando nubes de polvo con una radial entre las
manos.
Y cada mañana, desde hacía al
menos tres semanas, -ya no recuerdan ni quieren recordar el momento fatal-,
comenzaba con el rugido de un taladro y el crujido de varios pares de botas
llenas de cemento sobre el descansillo y el pasillo de la casa.
La reforma, que en teoría
parecía una renovación sencilla, se había convertido en un caos interminable de
polvo, ruido y decisiones imposibles.
Él, con su taza de café frío
en la mano, esquivaba cables colgantes y cajas de azulejos apoyadas en las
paredes como si fuera parte de una coreografía.
Trabajar en el comedor, que
ahora era una mezcla entre oficina, almacén de herramientas y zona de paso para
los obreros, se había vuelto una misión tan imposible que ni Tom Cruise hubiera
sido capaz de lograr su objetivo a la primera.
Empezó a odiar el teletrabajo.
Cada videollamada era una ruleta rusa: o se colaba el sonido de una radial o
aparecía un albañil saludando con un “¡Buenos días!” a grito pelado. Lo peor
era cuando se agachaban y una hucha peluda asomaba para jolgorio de los
que aparecían en la otra ventanita de la pantalla del portátil, sentados en un
elegante despacho decorado con pinturas futuristas. Le daban entonces ganas de
desaparecer del mundo.
—Ya que estamos, podríamos…
Ella se vino arriba.
Ahí empezó el segundo capítulo.
El baño principal quedó fuera
de servicio.
Así que la familia y los
albañiles compartían el pequeño aseo del fondo, que ahora tenía más tráfico que
la M-30 en hora punta.
El gato, molesto por los
cambios, se había instalado dentro del armario de las toallas y salía solo para
mirar con desprecio a los intrusos que osaban invadir su reino.
Las discusiones sobre
azulejos, enchufes y tipos de grifería se habían vuelto parte del desayuno.
— ¿Mate o brillante? ¿Uñero o
con tirador? ¿Suelos de imitación cemento gris o vinílico sin juntas?
¿Interruptores modernos o vintage, como esos tan ideales de la casa rural del verano
pasado? -preguntaba Ella, como una ametralladora llena de ideas locas, mientras
cortaba rodajas de aguacate para su tostada integral.
— ¿Qué…?, -respondía Él, con
los auriculares puestos intentando aislarse en algún podcast, sin saber si
hablaban de pintura, muebles, de reuniones de trabajo o de su estado de ánimo.
Hacía varias jornadas que
había guardado el portátil en el canapé de su cama, para prevenir posibles
daños mayores. Que su puesto en la oficina le esperara a la vuelta de la reforma
ya no lo veía nada claro. Sería el polvo que se le acumulaba delante cada mañana.
—Miiiaaaaaauuu - el gato ponía
sobre la mesa sus patas y su punto de vista.
—Mamá, que hoy me voy a la
piscina de Sara y después nos quedamos a dormir en una fiesta de pijamas.
-Sabiendo que no le dirían ni que si ni que no, como adolescente que era, la
Hija colaba sus pequeñas mentiras dentro de aquel desbarajuste familiar.
El caos alcanzó su punto
álgido el día que se rompió la tubería del baño secundario.
Durante horas, el agua brotó
como una fuente de celebraciones por el ascenso de un equipo de futbol a
Primera División. Mientras los obreros gritaban cosas como:
” ¡Cierra la llave de paso!”
“¡Que pasas a dónde? ¡Si esto
tiene dos palmos de agua!”
¡Pepe Gotera era un
profesional y no vosotros! ¡Chapuceros!”
Él, perdida la compostura de
ejecutivo de traje y corbata y apretón formal, se volvió histérico. Y caminaba
pasillo arriba y abajo, teléfono en mano, buscando soluciones inútiles y
voceando al aire:
— ¡Me niego a pagar los
sobrecostes de las facturas!
— ¡Esto no estaba en los
planos!
— ¡No vuelvo a contratar
impresentables en mi casa!
— ¡¿Otra licencia
urbanística?! ¡¿Acaso es esto un dúplex de la Gran Vía?!
— ¡Me mudo a un minipiso!
¡Necesito respirar aire sin polvo de obras!
Ella, con una toalla en la
cabeza y una fregona en las manos, se preguntaba si aquello era una reforma o
la prueba divina de supervivencia de su matrimonio.
La hija adolescente hacía días
que había huido en dirección a la piscina de la que, en esos días, se convirtió
en su mejor amiga.
Y, sin embargo, entre los
martillazos, los chillidos de las radiales y las discusiones sobre si el gris antracita
era demasiado oscuro o si el verde té matcha era
demasiado chic y podría cansar enseguida, surgió una extraña rutina.
Ella aprendió a cocinar platos
fríos como si vivieran en el buffet de un hotel.
Él, pasados los momentos de
histeria, aliviados con media pastillita de lorazepam, se volvió experto
en distinguir marcas comerciales de pintura por el color de secado final.
El gato desarrolló la
habilidad de abrir puertas correderas con la pata. También aprendió a ahuyentar
obreros al primer ‘MIAU’ con tono agresivo.
La Hija había pasado olímpicamente
del tema y se había mudado a la piscina de su amiguísima.
Wi-fi gratis, música a tope a
todas horas, el hermano guaperas de su amiga y los colegas en bañador, una
cocinera que hacía milagros para sus dulzones y poco sanos caprichos culinarios,
un vestidor lleno de ropa de su talla. El Paraíso en la Tierra.
Cuando por fin terminaron —o
al menos eso dijeron los obreros antes de desaparecer como ninjas en una nube
de mezcla de mortero seco—, la casa era otra.
Moderna, luminosa, funcional.
Y, lo más importante, muy silenciosa.
— ¿Y si tiramos la pared del
pasillo? He estado mirando revistas y en los programas de reformas de la tele
parece que el concepto abierto se lleva mucho —dijo Ella, recién desayunada una
mañana, con una chispa peligrosa en los ojos.
En una milésima de segundo,
las pocas neuronas que se habían salvado con la reforma y el café de la taza de
Él, quedaron instantáneamente congelados.

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