Entre el tanatorio y la oficina de objetos perdidos ladro a todo lo que se me cruza. No puedo evitarlo. Mi dueño me dejó allí, en esa encrucijada en la que quedan restos del coche en el que íbamos aquel día. A nadie le ha importado que el coche siga ahí, hecho un amasijo de hierros oxidados. Y a mí ni me miran; al contrario, me evitan, cada vez más flaco y rodeado de moscas y pulgas. Y quiero preguntar dónde está. Pero no me sale, porque solo ladro y les asusto aún más.
Le echo de menos, tengo frío y hambre, me pica todo y quiero que volvamos a casa.
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