Ideas para una siesta de verano - Esperanza Tirado

 

                                                 Crooner, Melodía, Música, Cantando

 

Mi vecino se subió a la azotea con una cuerda larga, un gorro de papel de periódico en la cabeza y una sierra.

Este hombre está para encerrar’, pensé mientras bajaba la mirilla y buscaba en la agenda del móvil el número de emergencias. Por si acaso…

No llegó la sangre al río; tan solo en mi imaginación brotó una terrorrosa historia comitrágica que terminaba en ‘semisuicidio’. Y digo ‘semi’ porque a mis neuronas les faltó encontrar el material con qué rematarlo. Fallos de presupuesto y trasmisores neuronales vacacionando en un estío de los que hacen época.

En fin, que no hubo llamada al 1-1-2. Ni cámaras de televisiones varias con su reportero correspondiente delante, micro en ristre, listos a la caza de un futurible vecino, dispuesto s sus cinco minutos de gloria con su ‘Sí, sí. Era un vecino muy amable. Siempre saludaba.’

Y… fundido a negro.

Mi vecino en cuestión, ajeno a las ideas que sobrevolaban por mi reseca mollera, estaba a sus cosas.

Hacía calor, pero parecía que en mi edificio a nadie le había dado por dormir una siesta reconfortante.

Intenté sosegar mi mente y me di cuenta de que a esta hora, justo después del telediario y del tiempo –mucho calor también este verano, tengan precaución y cúbranse la cabeza, hidrátense con abundante líquido, no hagan deporte en horas punta, insensatas mentes de pez; que cada año hay que recordarles las mismas cuestiones básicas- nadie sesteaba.

En mi modorra zapeante -yo lo intentaba, pero el mando de la tele tenía poderes sobre mi- escuchaba pasos arriba y abajo por la escalera.

No le di importancia. Como no tenemos ascensor –no hay hueco, ya lo medimos un verano parecido a este- imaginé a mis vecinos haciendo ejercicio a la sombra (insensatos), volviendo con la compra (más insensatos aún) o subiendo a tender a la azotea (insensato derritiéndose en tres, dos uno,…)

De pronto, el mando se despegó de mi mano y una poderosa curiosidad invadió todo mi ser.

¿Para qué habría subido a la azotea mi vecino? Y encima, con aquella carga.

¿Sería un espía y tenía que mandar señales o informes a su base de operaciones?

¿Estaría montando un palomar o algo más ilegal para sacarse un sobresueldo?

La sierra afilada me echaba para atrás, literalmente. Escuchando desde el descansillo me llegaban voces, gritos, martillazos y otros ruidos que me acobardaban.

Varias explosiones, o lo que yo creí que lo eran, bajaron haciendo eco por la escalera y casi me hicieron teclear 1-1-2. Pero mantuve mi poca serenidad de investigador vecinal con muy poco que hacer. Tosí levemente, me alisé la ropa arrugada por el intento de siesta, y me agarré al pasamanos, armándome de valor y del palo roto de la escoba.

Poniendo un pie delante de otro seguí el camino que mi vecino había recorrido hacía un rato, mientras yo me montaba películas sin tener ninguna plataforma donde sostenerlas. Así salían, claro. De serie Z, o de octava división.

Cuando llegué arriba me recibió una bofetada de calor como la mano de un gigante.

Las cinco de la tarde en pleno agosto es una buena hora, dirían algunos. Depende de para qué. Si estás debajo de una buena sombra o de un aire acondicionado viendo una peli mala, es la mejor hora.

A esa hora se me ocurrió a mí subir. Y a las voces que seguían voceando sin miedo al sol. También seguían los ruidos y mucha música. Y risas infantiles haciendo coros.

Salí, todo mi cuerpo blanco relucía como una pared recién encalada de un pueblo del Sur.

Y el espectáculo fue mejor que la mejor de mis películas. No era difícil, sinceramente.

Mi vecino, el que había subido cargado de bártulos, gorro en ristre, cantaba una canción subido en un bidón. No le daba el sol; en alguna de sus subidas había colocado una especie de toldo triangular, dando a la azotea el aspecto de un barco sin rumbo y con sombra.

De una radio enorme, de esas antiguas de los ochenta, salía música estridente. Restos de palés de madera de todos los tamaños y colores, sillas desportilladas y unidas con cuerdas eran el escenario y los asientos donde su público aplaudía y coreaba lo que mi vecino soltaba por su boca al compás de la música.

Menuda obra maestra’, me quedé admirado y con la sonrisa puesta.

Y, sin pensarlo tres veces, me subí al escenario cargado con mi medio palo de escoba, como si fuera una espada. Y una obra nueva se fue desarrollando ante todos los pares de ojos que miraban al escenario.

Yo croaba más que cantaba, pero el calor y el aburrimiento se me olvidaron y volví a tener diez años.

Hasta que un ejército de madres subió escaleras arriba para avisar que la cena estaba lista, que alguno se tenía que duchar, que había deberes de las ‘Vacaciones Santillana’ a medias y otros avisos maternos varios.

Y nos quedamos sin público bajo la vela. Y la música cesó.

-Para la próxima sesión, cuenta conmigo,-le pedí a mi vecino. -Tengo grandes ideas con las que amenizar las siestas de este verano.

Y bajé corriendo antes de que mi santa se despertara de la siesta y me reclamara una refrescante cena veraniega. Quizá ya estaría conectada a Netflix, escogiendo película.



 

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