Relato inspirado en la fotografía
Te maté, lo reconozco. Pero fue sin querer. Y me echarás en cara que no te lloré. Es verdad, pero habías cambiado tanto… Llevaba años añorando al hombre de manos suaves y amorosas con el que me había casado. Siempre las cuidaste mucho y como nunca clavaste un clavo eran perfectas: estrechas, con dedos largos de nudillos pequeños, la piel sin manchas y sin pelos. Hasta te eligieron para aquel anuncio de manos en televisión, ¿te acuerdas? ¡Menudo viaje hicimos con el dinero que te dieron! Cuando me entra la nostalgia miro las fotografías y me parece mentira que haya pasado tanto tiempo. Pero me estoy desviando del tema... Te decía que añoraba al hombre de manos suaves y amorosas. Te gustaba recorrer mi rostro con ellas: mis párpados cerrados, mis mejillas, el perfil de mis labios, mi barbilla. Y yo me sentía flotar en una nube de felicidad infinita.
Luego, no sé cuándo ni cómo ni por qué, tus manos se volvieron ariscas. Era como si un cardo se restregara contra mi rostro, un cardo áspero y afilado como la vieja guadaña que tu padre se empeñaba en seguir utilizando pese a regalarle un corta-césped. Tu padre, un buen aliado. Siempre lo echaré de menos. Su buen carácter y sus amenas conversaciones que a ti te resultaban insoportables. Ahora que lo pienso, Cardo, sí, porque durante muchos años en mi mente fuiste Cardo, no Ricardo como al principio, no Ricardo como te llamaban los demás. Cardo. Pues eso, que ahora que lo pienso todo empezó, o más bien desempezó cuando murió tu padre. Siempre viviste buscando su conformidad porque su buen carácter con los demás se tornaba exigente y autoritario contigo. Creo que fuiste Ricardo mientras que él vivió para que te viera como un buen marido porque me quería como a la hija que nunca tuvo. A la vuelta del cementerio empezaste a convertirte en Cardo. Fueron años malos en los que pasaba noches enteras llorando por mi amor perdido aunque te tuviera cerca. Y ya ves, ahora estás muerto. Y no veas el trabajo que me costó cortarte el brazo. Igual te parece mal, pero no me importa porque ya no puedes decir nada. Me sentía tan sola que no podía apartar de mi mente el recuerdo de tus caricias de los primeros tiempos.
Al principio sacaba el brazo del congelador a media tarde para recibir las caricias por la noche, antes de acostarme. Pero no me acababa de gustar del todo porque tenía que pasarme yo la mano por la cara y no sé, no era eso lo que quería. Un día tuve la feliz idea de plantar tu brazo en una maceta. Una muy bonita ¿eh?, no vayas a creer que te planté en una de esas de los chinos que sé que no soportabas ese tipo de tiendas. La compré grande y con la ayuda de una gran cantidad de tierra dejé el brazo bien erguido y afianzado. La coloqué al lado de la televisión para no perderla de vista mientras veía películas y series. Luego, antes de acostarme arrimaba mi rostro a tu mano y sentía su tacto, su cariño… bueno, el cariño lo ponía yo. Y vuelta al congelador hasta el día siguiente. Pero una noche se me olvidó guardarlo. No veas el susto que llevé por la mañana. Temí que tu brazo se estuviera descomponiendo. Sin embargo, mis ojos no podían creer lo que veían. ¡Había echado raíces! Sí, ¿parece increíble verdad? Pues desde que echó raíces, tu brazo recuperó el color, la tibieza y hasta la vida. Solo tengo que acercar mi cara a tu mano y ella me acaricia como antes, recorriendo mis párpados cerrados, mis mejillas, el perfil de mis labios, mi barbilla... La cuido bien ¿sabes? He comprado una crema muy buena, y muy cara también, y todos los días por la mañana y por la noche les doy al brazo y a la mano un suave masaje con ella. Tu piel ya es otra vez de seda. Ya no raspa como los cardos, Ricardo. Sí, ya ves, he vuelto a llamarte Ricardo. Qué bien estamos así, cariño. Y hasta hice un montaje con una foto mía de cuando era joven y tu brazo en el tiesto acariciándome. ¡Me encanta mirarla! La tengo colgada en el salón, encima de la maceta. Lo único malo de todo esto es que he tenido que dejar de viajar. Mira tú, con lo que a mí me gustaba. Y ahora que tengo más dinero que nunca, porque entre tu pensión y la mía y sin tanta ropa que comprabas y toda esa comida gourmet que te encantaba, al final me sobra un buen dinero todos los meses. Estoy buscando una solución, porque ya que no puedo hacer viajes turísticos me gustaría vivir cada mes en un lugar diferente pero no acabo de encontrar la manera de trasladar tu brazo. Es que siempre fuiste de dar problemas, Ricardo. Y hasta después de muerto me complicas las cosas. Dirás que puedo usar una nevera portátil. Para el brazo estaría bien, aunque no para la maceta porque es demasiado grande. Y ahora que echó raíces no es cuestión de estropearlo que ya se sabe que las plantas al pasarlas de unas macetas a otras muchas veces se mueren. Y yo no quiero que se muera tu brazo, Ricardo, y mucho menos tu mano. Pensé en quedarme solo con ella, con la mano, que sería más fácil de transportar, pero la idea de rebozármela por la cara no me atrae, me gusta más sentirla unida a tu brazo, moviéndose ella sola. Además, tengo miedo de que se enfade si la separo del brazo y se quede quieta. No. No puedo correr riesgos. También me da miedo que haya un corte de luz y empieces a oler mal y venga la policía y se arme la gorda. Si pudieras hablar me dirías que no te hace gracia estar metido dentro de un arcón congelador y encima con un brazo de menos, pero si lo piensas, estás bien conservado, mucho mejor que comido por los gusanos o reducido a cenizas, ¿no te parece? Lo único que me reconcome es haberte matado. Aunque fue sin querer. Y también fue culpa tuya. Si hubieras tenido más cuidado te habrías dado cuenta de que yo había cambiado tus pastillas por otras. Es que como siempre dejabas las cosas de cualquier manera al abrir la puerta del armario del baño cayeron dos cajas y, como estaban abiertas, los blisters se desparramaron por el suelo. Los recogí y sin darme cuenta confundí las cajas. Es que las pastillas eran tan parecidas... Y claro, tú sin fijarte tragaste lo que no debías, que no fue más que un exceso de vitamina D. Lo malo fue que no tomaste las que tenías que tomar y te quedaste frito de un día para otro, bueno más bien de una noche para un día. Qué suerte tuviste, Ricardo. Morir durmiendo. ¡Qué cosas tiene la vida!, con lo que les cuesta morirse a otros. Bueno, te dejo que con tanta cháchara han dado las tantas y estoy muerta de sueño. Buenas noches, mi amor, mañana seguiremos hablando.
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