Sus nombres en las piedras ( Los hijos de Santiago) - Esperanza Tirado

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Entre la niebla que envuelve la ciudad varias figuras caminan por sus calles. Algunas con prisas, otras despacio. Todas embozadas, pues el frío de la noche aún se acurruca en las piedras que conforman estas calles. Su historia está escrita en ellas. La de cada nacido entre esos muros, también hechos de piedra. Da igual su origen, todos tienen una piedra, su piedra, que habla de ellos. Su historia entera se puede leer en ella. Desde la casa más humilde a las paredes de la Catedral, siempre majestuosa.

Y la niebla susurra y acoge los secretos de todos, como otro habitante más. Guardando la piedra con un manto blanco y verde de humedad, que a veces protege y a veces daña, sin querer, a su ciudad; llena de piedras, llena de caminos, llena de historias, llena de sueños.

Con la niebla de la mañana suena la campanilla del torno. Hace demasiado frío, apenas si ha salido el sol; así que ha de ser alguien con gran necesidad.

La monja portera se levanta pesadamente de su silla, se arrebuja en su raída manta y a través de la puerta del torno musita un ‘Ave María Purísima’, que nadie responde. Espera unos minutos, hasta que el llanto de un bebé la despierta del todo.

¡Madre de Dios, una criatura! ¡Pobriña mía!

Y da la vuelta al torno para recoger un capazo raído en el que un bebé de apenas días llora, de hambre o frío. Da igual. Envuelto entre trapos es acogido en el hospital, que llaman. El Hospital Real, que es para todos los que vienen a esta ciudad, que a todos acoge, y a todos da calor y comida. Esa es su misión. Las piedras dan calor.

La monja envuelve entre sus mangas el capazo y camina por los fríos pasillos. Cruza el Claustro de San Marcos, donde el agua de la fuente está escarchada haciendo figuras en los caños. Siempre se detiene a mirar y siempre se asombra de esa magia de la mañana. Pero esta mañana es diferente. Tiene prisa.

Con el niño arrebujado corre lo más que le permiten sus cargadas piernas, enredadas entre sus gruesa saya; y por fin, llega a una sala enorme con camas, cunas y alacenas llenas de botes con puré y jarras de leche de granjas cercanas para alimentar a las criaturas que, como él, son llevadas hasta el torno. Hasta ellas, que cuidarán de todos los que lleguen.

La desesperación es mucha. Hay poco trabajo, poco dinero y casi siempre muchas bocas que alimentar. Algunos a veces mueren de pura necesidad. Los padres cargarán con esa cruz toda su vida, viviendo en una niebla perpetua. Pero la vida sigue y hay que buscar alimento y abrigo para los que quedan. Y para los que puedan venir después.

Y en el hospital, las monjas, aunque pobres, algo más tienen para mantener a esas criaturas desgraciadas. Como es un Hospital Real ellas tienen permiso para permanecer allí alojadas. Aunque no pueden moverse libremente por las dependencias. Tan solo por sus celdas, las cocinas, el refectorio menor, donde comen y rezan, la inclusa y la hospedería de mujeres.

Para asistir a misa tienen permiso para salir fuera, a la Catedral, el edificio más grande de la ciudad, que preside la Plaza principal. Que a las siete en punto abre sus puertas para ellas y para todos los peregrinos que llegan.

Pero en esta mañana no hay tiempo de misas. Santiago las perdonará después. El niño sigue llorando. La monja es asistida por otras dos compañeras más. Que enseguida abren armarios y sacan mantas y ropa menuda para que el bebé no pase más frío.

Una novicia, a la que le toca el turno de mañana, prepara el biberón con la leche bien caliente. Mientras el llanto de pequeño despierta a los que duermen en sus cunitas de la inclusa. Algunos tuvieron suerte de cruzar el torno. Siguen con vida años después. Y de vez en cuando, ya hombres de provecho, visitan a sus ‘primeras madres’ con regalos y víveres para que la cadena de cuidados siga su curso.

No solo la de afuera, la más visible y que protege a todos los que entran en el edificio. La invisible, la que nadie ve porque nadie entra en esa zona, es casi más poderosa. Y hace que los cuidados de las monjas hagan fuertes a esos niños y niñas que llegan en los huesos.

Madre de Dios, hermanas, ¿Qué tenemos aquí?

Una monja, de mayor edad que las demás, entra con paso firme. Todas se quedan quietas, alrededor de la hermana portera que sigue sosteniendo al bebé.

Hermana, es un expósito recién recogido.-le responde.

Tiene hambre. -La vocecilla de la novicia se hace un hilo de voz ante la mirada de la monja.

Hambre y Sed de Justicia, como tantos en esta ciudad. Y en el Orbe entero. ¡Ay, Santiago! ¡Cuándo detendrás esta desgracia! ¡Oh, pecadores del Mundo! ¡Tantas criaturas infelices!

Su letanía de lamentos y maldiciones asusta a los que dormían en cunas y camitas. Algunos llantos alertan a las monjas. Que no dan abasto para tranquilizar a sus pequeños.

Un niño de unos ocho años, de grandes ojos negros como el azabache, aparece por la puerta con un gran cubo de leche. Mira a la monja que maldice con los ojos aún más grandes. De milagro se ha librado de un pescozón suyo, como es costumbre.

Hermanas, Padre está en el carro esperándome. Si quieren más, háganme las rayas que quieran en la mano.

Dejando el cubo, enseña las palmas de sus manos sucias y sonríe mostrando un gran hueco en su boca.

Gracias, Yago. De momento no necesitamos más. Tenemos la alacena hasta arriba. Dile a tu madre que si puede, nos guarde calabazas cuando os salgan de sobra en el huerto. Que las papillas son buenas para los que aún no tienen dientes.

Sí, hermana -La sonrisa de Yago se torna seria cuando se da cuenta del pequeño que sostiene la monja. -¿Es nuestro?

Sí, hijo. Es nuestro. Es otro hijo de Santiago. Es de la ciudad. Es de todos. Entre todos lo cuidaremos.

Ha tenido suerte ¿A que sí, hermanas?

Antes de que reciba respuesta, una voz y un par de silbidos le hacen girarse.

Me tengo que ir, hermanas. Es Padre. Hoy toca reparto general. Y tenemos que estar en casa de vuelta antes de la anochecida.

Y, sin casi decir adiós, sus ojos del color del azabache se esfuman. Afuera, en la calle fría y desierta, unos caballos relinchan y las ruedas de un carro repiquetean contra las piedras, cortando la niebla.

El bebé sigue llorando. La monja lo acuna un poco más fuerte, mientras otra novicia ha puesto sábanas y mantas limpias en una camita. Lo depositan con cuidado en ella y le desvisten.

Entre los llantos, un grito:

¡¡Su pie!! –La novicia primera no puede contenerse- ¡¡No está!!

¡Jesús, María y José! ¡No hace falta gritar así, niña! –Riñe la monja de edad que ha regresado– Todas lo hemos visto. Criatura... Por eso te han traído aquí.

Y su voz se torna cálida, mientras se hace hueco en la cuna y es ella la que cambia al bebé, sucio de varios días. Con buena maña lo arropa y lo saca de la camita. Con la mano libre recoge el biberón de manos de la novicia, que hace una reverencia y escapa lejos de la habitación y de la monja.

A veces se pregunta por qué ha de estar aquí en lugar de corriendo por el empedrado de la ciudad, como su hermano. Luego recuerda que su padre, en algún tipo de negocio con hombres de alto rango, la cedió a ella con su dote al Hospital Real. Ser mujer en estos tiempos resulta injusto y hasta un estorbo piensa para sí a veces.

Pero al menos yo tengo dos pies. Y puedo ayudar aquí. Y si no tomo los votos tal vez podría casarme… Qué será de este pobre rapaz…

Ave María Purísima. -Al llegar a la hornacina se santigua y se arrodilla mientras siguen bullendo pensamientos en la cabeza.

Alguien la llama desde alguna parte del edificio. Las piedras hacen ecos. Y se queda un momento escuchando. Siempre le resulta mágico y las monjas le riñen, que parece una alelada mirando a la niebla sin ver nada, y que el Diablo se la va a llevar sin que nos demos cuenta, le dicen siempre. Pero ella disfruta esos segundos antes de obedecer y hacerse de nuevo invisible en sus quehaceres.

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Ego te baptizo in Nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, amen.

La fórmula de las palabras en latín, de boca de la voz profunda del cura, resuena en la capilla. Las monjas y las novicias asistentes se santiguan y besan por turnos al pequeño Andrés.

Algún día habrá de visitar a su Patrón, aquel por el que recibió su nombre en las aguas bautismales. Todos los congregados desean que sea posible, puesto que ‘A San Andrés de Teixido vai de morto o que non foi de vivo’. Y este pequeño tiene menos posibilidades que los otros hijos de Santiago de sobrevivir sin ayuda.

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Pero a veces se obran milagros. Y tal vez Santiago y San Andrés, en una extraña alianza santa hacen que Andresiño crezca sano. Lo del pie a medio formar no pareció ser un problema; excepto para lograr ser adoptado por alguna familia. Nadie quiso a un bebé incompleto.

Pero el pequeño fue cumpliendo años, y corría y jugaba y ayudaba en las cocinas, en la inclusa y hasta iba a las canteras con los trabajadores a ayudarles o a recoger lo que ellos dejan para las monjas y para sus hermanos, todos hijos de Santiago. Muchos canteros recordaban su humilde origen y seguían devolviendo a las monjas el favor y la ayuda de haber sobrevivido.

La primera vez que fue a la cantera a llevarles algo de comida y ropa de abrigo Andresiño se asustó. No se veía nada. Solo piedra pelada cubierta por una densa capa de niebla. Sintió que algo se lo tragaría y se escondió tras los capazos de las herramientas. Las carcajadas de los hombres hicieron que se avergonzara, de su miedo y de su pie a medio hacer.

Chico, no nos tengas miedo. Y no te avergüences de tu pie.- Habló uno de los hombres, el de más edad, dándose cuenta del problema del niño.

-¿Cómo te llamas? – preguntó otro, animándolo a acercarse.

Andrés,… Andresiño… por el Santo de Teixido.

Tienes dos manos y parece que eres fuerte, Andresiño. –le animó otro de ellos- Si quieres puedes quedarte con nosotros y aprender a ser un buen canteiro.

¿Un qué? – Andresiño perdiendo su miedo, miraba a la cara al grupo de hombres de cuerpos rudos y sucios de tierra y manos callosas.

Un canteiro, un trabajador de las piedras. –Le explicó el hombre mayor- Santiago es exigente. Siempre hay que lograr que esté presentable para los peregrinos y para los de aquí. Un par de brazos siempre vienen bien. Trabajo no falta.

Y le entregó una pequeña herramienta y una piedra marcada con una T del revés. Que Andresiño examinó con curiosidad.

No sabemos escribir, pero sabemos tallar. Esos signos que ya conocerás son nuestros nombres en las piedras. Vivimos rodeados de ellas. También los habrás visto por las calles de toda la ciudad, en el suelo y en las paredes de las casas. Este oficio viene de antiguo. –continuaba explicando ante los ojos atentos de Andresiño- El Maestro Mateo fue nuestro primer jefe de obra. No llegamos a conocerle, eso fue hace muchos años... –la nostalgia invadió su relato- Pero sigue siendo venerado. En ese cuadrado imperfecto, que veces cuesta encontrar, se esconden la belleza y el misterio de la vida… ¿Me entiendes, rapaz? ¿Has entrado a la Catedral por el Pórtico de la Gloria?

Andresiño asentía fuerte, moviendo la cabeza arriba y abajo, aunque la perorata del hombre a veces le confundía. Recordaba esas mañanas tempranas de densa niebla, yendo a oír misa a la Catedral de la mano de las monjas, y mirar hacia arriba. Los colores de las caras de los santos siempre le fascinaban.

Pues bien –continuó otro de los canteiros– Él fue quien lo diseñó. Y muchos como nosotros fueron los que con sus manos tallaron esas figuras hasta que se convirtieron en las personas en piedra que ves ahora. Gracias a sus colores los peregrinos llegaban a la Catedral a través de la niebla. El Pórtico les acogía. Y allí finalizaban su Camino después de muchas jornadas de sendas pedregosas, lluvia, densas nieblas, frío y otros infortunios. Algunos ni siquiera llegaban a abrazar al Santo...

Y esas marcas –señaló un nuevo canteiro que se unió al círculo que ya rodeaba a Andresiño– son todas distintas, no hay una igual a otra. Cuentan una historia. Nuestra historia. La historia de cada canteiro que fue haciendo grande a la Casa de Santiago, que es la de todos. Hay que saber leerlas aunque no hayas ido jamás a una escuela ¿Me entiendes? – Andresiño volvió a cabecear arriba y abajo- Protegen a la Catedral de la niebla, del mal, de las calamidades. Y nos protegen a todos nosotros.

Y delante de la cara de Andresiño hizo como unos juegos malabares, sacando una nueva piedra tallada. Esta vez era negra y alargada.

Esto es una figa –se la colocó alrededor del cuello con un fino cordón de cuero- Tiene magia, poder, la fuerza de la tierra. Y te protegerá siempre. De cualquier mal, de la niebla que te aceche y te confunde y que te hará desviarte de tu rumbo.

Todos tenemos una –En la pechera de todos Andresiño descubrió una diminuta y brillante sombra negra.

Y el canteiro de mayor edad añadió:

Recuerda esto Andresiño… Andrés, pues ya eres uno más de entre los nuestros: Los nombres grabados en las piedras te guiarán siempre por el camino correcto. Ellos, Santiago, las monjas del Hospital y San Andrés, de quien recibiste el nombre, serán por siempre tu Guía. Con la figa al cuello y las almas de todos los canteiros, hijos de Santiago velando por ti, ni el Diablo ni la niebla más densa te atraparán jamás.







NOTA: La frase que aparece en rojo y en cursiva está tomada de la página

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