Los bichos están por todas partes. Se extienden por el suelo, por la cama, por los muebles, por la ropa, amenazando con devorarme. Si pudiera los aplastaría con las manos, pero los muy pillos son tan pequeños que no hay manera de verlos. Los que saben dicen que son verdes y que tienen cuernos, no un par de ellos como el diablo, qué va, montones de cuernos. Se sitúan en los sitios más inverosímiles y en cuanto pueden ¡zas!, se tiran a tumba abierta y penetran en los cuerpos por la nariz, por la boca, por las manos, por no se sabe bien dónde. Y empieza la batalla. Atacan a nuestras defensas que aunque luchan como fieras la mayoría de las veces no pueden con ellos porque son seres replicantes, como los de las pelis de ciencia ficción que hablan de un futuro lejano, aunque yo creo que ese futuro ya llegó o está llegando. Por eso llevo meses sin salir de casa, ni a la puerta me arrimo, y con las ventanas cerradas, no vaya a ser que me estén esperando armados hasta los dientes. Ahora trabajo y compro por internet y tengo almacenadas varias garrafas de lejía y un armario lleno de suero bactericida, desinfectante, antisépticos, gel hidroalcóholico… Al levantarme quito la ropa de la cama y la meto en la lavadora a noventa grados, pues dicen que así mueren. Ah, se me olvidaba, tengo que hacer un nuevo pedido de sábanas que con tanto calor me están quedando todas mustias. Luego aspiro el colchón y a continuación lo rocío con una buena dosis de desinfectante. Pongo las sábanas limpias guardadas al vacío y las cubro con la colcha. Al menos, por la noche me podré meter en la cama tranquilo. Con la cama lista echo un spray desinfectante por las paredes antes de fregar el suelo a rodilla con lejía. Cuando acabo cierro la puerta que no volveré a abrir hasta la noche. Con tanto esfuerzo ya me toca desayunar. Entro en la cocina y saco la cafetera metida en una bolsa de plástico bien cerrada con unas gomas. Froto con lejía la mesa de la cocina, la seco con papel que después tiro a la basura y ya seguro coloco la mantequilla, la mermelada, la tostadora, la taza, todo ello desinfectado del día anterior y dentro de bolsas herméticas. Después de desayunar me toca limpiarlo todo de nuevo y guardarlo en condiciones para el día siguiente. Me suelen dar las diez de la mañana, y eso que me levanto a las siete. Es hora de trabajar. Mejor dicho teletrabajar. Voy al salón donde tengo mi despacho. Pero antes tengo que limpiar y desinfectar el ordenador, la silla, las bandejas, las carpetas, los bolis, el techo, las paredes, el suelo... Ya me dan las once y todavía no empecé ni un informe. El jefe me llama a veces preguntándome la razón de mis continuos retrasos que trato de tapar con un “no me encuentro del todo bien”. En cuanto digo eso, me habla de hacer una PCR o de ir al hospital. Pero lo despisto diciéndole que es cosa de la alergia, de estar todo el día metido en casa. Desde las once hasta las dos consigo concentrarme un poco, aunque a veces me entra una angustia pensando en que puede caerme un bicho de esos desde el techo que tengo que dejar el trabajo y ponerme a limpiar el techo. Y como del techo pueden caer cosas no me queda más remedio que volver a limpiar las paredes, el ordenador, la silla, la mesa, las carpetas y hasta el suelo. Y el estómago ya me dice que es la hora de comer. Nada de cocinar, que no es cosa de andar sacando cacerolas y sartenes y a ver quién es el listo que me asegura que no estén llenos de bichos. Por eso prefiero la comida preparada. La caliento al microondas después de desinfectarlo bien, saco de su bolsa el plato, la cuchara o el tenedor, un vaso y listo. El agua de botella, que a ver si va a navegar la cosa esa por las cañerías. Termino de comer y dedico un par de horas a desinfectar bien la cocina y fregar todos los suelos de la casa con lejía. Bueno, todos no. Desde que empezó este lío, desarmé todos los muebles y los metí en una habitación. Así me quedó todo más despejado. En mi cuarto, solo la cama. En la cocina centralicé lo necesario en un mueble. En el salón solo dejé mi despacho y la tele encima de una caja de plástico que se limpia muy bien. El resto de las puertas cerradas, incluso la de la terraza. Cualquiera se atreve a abrir. Veo a muchos vecinos que pasan el día al aire libre, como dicen ellos. Ya, ya, al aire libre, no me extraña que acaben cayendo todos. Trabajo otro rato y la angustia vuelve a aparecer. Toca otra desinfección del salón. Cuando acabo ya es la hora de cenar. Voy a la cocina y repito las mismas operaciones que con la comida del mediodía. Ya, cansado, llega la hora de ver un poco la televisión. Pero antes tengo que desinfectar la pantalla, el mando, los cables, la caja donde se asienta la tele. Lo malo es que como quité el sofá, en la silla estoy un poco incómodo, pero es lo que hay, que las fundas del sofá no se pueden lavar todos los días y menos a sesenta grados. El otro día me dormí y ¡me pegué un trompazo! Encima me dio por pensar si dormiría con la boca abierta ¡entré en pánico! No me lavé la boca con lejía porque tuve un momento de lucidez, que si no... Me froté los labios, los dientes y la lengua durante veinte minutos con un cepillo nuevo que tiré de inmediato. Decidí ir a la cama, pero me acordé que no me había duchado, algo que suelo hacer por la noche. Desinfecté bien todo el baño y me di una ducha rápida, por el miedo de que puedan salir por la alcachofa. Me puse un pijama y una bata limpios y volví a desinfectar el baño cuando acabé. El resto de la ropa a la lavadora a noventa grados. Tengo que comprar también unos pijamas, unas batas y unas zapatillas. Esas las tiro todos los días. Las zapatillas. Porque lavé unas a noventa grados y quedaron hechas unos zorros. Por fin conseguí llegar a la cama. Levanté la colcha con cierta aprensión, porque a ver si había caído alguno del techo, aunque lo había limpiado bien por la mañana. Me metí entre las sábanas que estiro hasta que me cubran la cabeza, no sea cosa de que abra la boca durmiendo y me ataquen. Solo dentro de las sábanas me siento seguro. Seguro y agotado. Y eso me preocupa. Estar agotado. Porque además me duele todo el cuerpo, mi olfato no percibe más que el olor a lejía, la cabeza me da vueltas y tengo la piel de las manos muy rara, como agrietada. Lo miré antes de acostarme y son demasiados síntomas. Ah, también me pica la garganta. Y luego el insomnio, que de tanto pensar apenas pego ojo. ¡Qué horror! Me acabo de acordar que hoy vino el chico del supermercado. A ver si me contagió. No lo toqué, me dejó las bolsas en el suelo y luego lo limpié todo bien y desinfecté uno por uno todos los artículos y las bolsas las tiré y no creo que se me haya olvidado nada. La entrada la fregué a conciencia en cuanto cerré la puerta. ¡Ay mamina! ¡Se me olvidó limpiar la puerta! ¡Seguro que estoy contagiado! ¡Voy a llamar a urgencias!
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