Todo el pueblo, incluidas las madres, antes temerosas, fueron a despedirlo. Yo luchaba por sujetar las lágrimas. Era mi mejor amigo, al que siempre sabía dónde encontrar, el que me había regalado los mejores consejos. En su tumba solo un nombre “Manuel” y un epitafio “el barrio te echará de menos”. A mí el epitafio no me gustó nada, la verdad, me hubiera gustado algo más poético, más acorde con el carácter de Manuel, pero lo había ideado el alcalde y la tumba y la lápida las pagó el ayuntamiento. Nada más que decir.
Lo había visto por última vez dos días antes, sentado en su banco del parque, bajo un paraguas de un color negro desvaído al que le faltaban algunas varillas. Su cuerpo estaba encogido sobre sí mismo, como una seta antes de abrirse. El agua resbalaba por el paraguas inclinado formando una especie de catarata ante sus ojos llenos de vida. Lo conocía desde niño cuando mi madre, todas las madres, nos alertaron de la presencia de un desconocido en nuestro parque de juegos, haciéndonos prometer que no nos acercaríamos a él bajo ningún concepto, aunque nos ofreciera caramelos. Pero yo siempre fui un poco rebelde, lo reconozco. No un rebelde de esos que no hacen más que dar problemas en casa, no, más bien un rebelde mudo, de los que no siguen ciertas reglas establecidas, sobre todo las que considera estúpidas. Y a mí me pareció estúpido tener miedo de un hombre solo por el hecho de no saber nada de él. Sin embargo, había personas, vecinos cercanos e incluso parientes, a las que no me acercaría aunque me ofrecieran kilos de caramelos, precisamente porque los conocía bien. Así que no entendía ese miedo extraño de mi madre, pero asentí con la cabeza cuando me hizo prometer que tendría cuidado. Y los dos tan contentos.
Esa misma tarde, la tarde del día en que apareció Manuel, hice todo lo posible para que el balón fuera a caer justo delante de sus pies. Mis amigos quedaron paralizados pero yo me acerqué y se lo pedí con educación. También le di las gracias cuando me lo devolvió con una sonrisa de dientes perfectos. Era mayor. Todo lo mayor que es un hombre de cuarenta y ocho años para un crío de diez. Treinta y ocho años nos separaban. Podía parecer una eternidad pero no fue así. Con el paso de los años acabé cultivando una gran amistad con ese hombre en el que las madres acabaron confiando y que fue mi mejor profesor para afrontar la juventud primero y la madurez después.
Tras recuperar el balón continué jugando con mis amigos pero cuando llegó la hora de volver a casa me hice el remolón poniéndome a mear sobre unos arbustos y después haciendo que anudaba mis playeros, primero uno, después el otro, con tanta parsimonia que los demás se cansaron y me dejaron solo. Aproveché para acercarme a Manuel. Me presenté y le pregunté quién era y si pensaba quedarse en ese banco toda la noche. Me miró con esos ojos suyos tan limpios y profundos como un pozo de agua clara y con voz suave y cariñosa me dijo que ya hablaríamos otro día, que estaba oscureciendo y mis padres se preocuparían si me retrasaba. Le hice caso y por la noche, en la cama, le di vueltas a la cabeza pensando que un hombre que le dice a un niño que se vaya a casa para que su madre no lo riña y sobre todo para que no se preocupe no podía ser peligroso.
Manuel quedó esa noche y las siguientes en el banco del parque donde también pasaba el día. Los vecinos, en especial las madres y también los padres, esos padres y madres que nunca pisaban el parque, comenzaron a atravesarlo para calibrar el peligro que podía representar el desconocido que había llegado a sus vidas sin una palabra, en silencio. Un desconocido limpio y con buen aspecto Y eso era muy sospechoso. Si por lo menos fuera un mendigo tendrían a qué atenerse.
Pasaban los días y en nuestro campo de juegos, donde siempre habíamos corrido con libertad, siempre había un adulto al acecho. Al cabo de una semana los vecinos decidieron hablar con el cura para que los ayudara a poner remedio a esa peligrosa situación. Hasta fue mi padre que ni pisaba la iglesia ni se hablaba con el cura. Lo obligó mi madre, los escuché reñir en su cuarto. Ella estaba muy preocupada y descargó en su marido, como hombre de la casa, la obligación de proteger a su hijo. El cura habló con Manuel y le ofreció cobijo en unas dependencias abandonadas que pertenecían a la iglesia. Él aceptó, según me diría años después, más para tranquilidad del barrio que por él mismo, pues le gustaba vivir y dormir al aire libre, hiciera frío o calor. Pero sabía que si el cura se convertía en su protector de alguna manera, la gente respiraría tranquila. Manuel adecentó la estancia en la que había un catre para dormir, un retrete y una ducha estropeada, y donde dormía solo si el tiempo era especialmente malo. Si hacía bueno, e incluso en las noches frías pero despejadas de invierno, prefería su banco.
Los niños, especialmente yo, estábamos contentos libres ya del miedo de nuestras madres. Teníamos un parque donde podíamos jugar al fútbol y al baloncesto, unos columpios desvencijados, un tobogán oxidado y a Manuel. Y nunca nadie más se sentó en su banco, porque se convirtió en “el banco de Manuel”, no sé si por ciertos escrúpulos o por respeto.
Las madres, aunque no conseguían entender cómo un hombre de tan buen aspecto y trato afable viviera como un vagabundo, comenzaron a preocuparse por él y aunque nunca se lo daban directamente, ante la puerta de la dependencia abandonada de la iglesia solían aparecer bocadillos, fiambreras, bizcochos caseros, alguna toalla, pastillas de jabón y hasta algún frasco de colonia.
El cura, maravillado porque Manuel hubiera sido capaz de arreglar la ducha rota desde hacía siglos y dado un aspecto inusitado de limpieza al retrete, después de hablar con él acerca de sus conocimientos para buscarle un trabajo, algo que él rehusó, lo recomendó a los vecinos para realizar pequeñas chapuzas.
Las madres, aunque recelosas, fueron abriendo poco a poco las puertas de su casa a ese hombre del que nadie sabía nada pero que arreglaba con destreza enchufes rotos o la fuga de un fregadero, instalaba un tendedero nuevo o colgaba una lámpara, todas esas cosas para las que sus maridos nunca tenían tiempo.
El único que llegué a conocer su vida anterior fui yo. Manuel hablaba poco y solo cruzaba con los vecinos los saludos de rigor. No sé por qué me aceptó a mí, a un crío de diez años. Al día siguiente de su aparición me volví a acercar a él y seguí acercándome todos los días mientras dejaba de ser un niño para convertirme en un adolescente confuso y larguirucho primero, en un joven inquieto después y en un adulto, según dicen un tanto especial, más tarde. No es que sea raro, es que soy diferente. Mejor dicho, soy como los demás pero pienso un poco diferente. Por lo demás no se me distingue del resto de los mortales. Pero Manuel me decía que era especial y yo lo creía. Lo creía y me sentía feliz a su lado.
Manuel pertenecía a una buena familia, entendiendo por buena familia una familia con posición y dinero. Algo que siempre me llamó la atención ya en el colegio, cuando se decía que los hijos del médico, del alcalde o del farmacéutico eran hijos de buena familia. Luego conocí a Quique en la universidad, de familia rica, aunque no buena precisamente. Su padre es un animal sin sentimientos y su madre una estúpida ricachona a la que solo le importa la apariencia y lo que digan los demás. En cambio yo pertenezco a una familia humilde y tuve que estudiar con becas. Mi madre se dedicó toda su vida a la casa y a cuidarnos a mí y a mis tres hermanas pequeñas y mi padre a trabajar en la fábrica por un salario que nunca llegaba. Pero siento que pertenezco a una buena familia, porque mis padres son personas honestas, trabajadoras, amables y unos padres excelentes. Todo esto no lo pensé yo solo, me ayudó a pensarlo Manuel. El había huido de un mundo en el que no se encontraba a gusto. Un accidente mortal, cuando su madre se desnucó tras empujarla su padre, lo hizo tomar una determinación que vivía latente en su mente desde hacía años. Tras el entierro, abandonó su casa, su trabajo de despacho lujoso, su vida de apariencia feliz, de hipocresía. Abandonó un mundo del que abominaba. Por suerte no se había casado ni tenía novia, por lo que solo haría daño a su padre, al que le dolería más su ausencia, la ausencia del hijo único, del heredero de su imperio, que cualquier otra acción o palabra. Poseedor de una buena suma de dinero decidió viajar en busca de su lugar en el mundo. Recorrió y vivió en varios países de África, de Asia y de América del Sur. Nunca países ricos, no le interesaban. Ayudó a construir escuelas poniendo dinero y ladrillos, enseñó a leer y a escribir, financió los estudios de varios jóvenes, pagó y trabajó en la instalación de pozos de agua, concedió micro créditos a mujeres emprendedoras, cosechó amigos, se acostumbró a vivir con lo mínimo, aprendió a realizar todo tipo de chapuzas y se habituó a dormir al aire libre. Pero no acababa de encontrar su lugar en el mundo.
Un día, pasados veinte años desde la muerte de su madre, sintió la necesidad de volver al origen, a la tierra. Su padre había fallecido años atrás y a través de gestores había liquidado su herencia que invirtió en un par de hospitales. Aún le quedaba dinero pero no lo necesitaba. Recaló en nuestro barrio por casualidad. Me contó que esa mañana había caminado mucho y cuando se sentó en el banco sintió una sensación desconocida y placentera, como si el banco se amoldara a la perfección a su cuerpo. Supo que había encontrado lo que llevaba tanto tiempo buscando. Luego, cuando al salir del colegio mis amigos y yo fuimos al parque quedó encandilado viéndonos trotar por un terreno salvaje de tierra y piedras, arrastrando nuestro balón entre los pies o tratando de hacerlo pasar por el aro de una desaparecida canasta. Cómo le hubiera gustado a él tener una infancia así de sencilla y feliz. Su infancia, en cambio, había sido un encadenamiento de enseñanzas: la reglamentaria, el piano, el tenis, la natación, el saber estar en la mesa comiendo incluso el marisco con cuchillo y tenedor, el mostrase ante los demás como una familia perfecta y feliz mientras su madre utilizaba mil y una tretas para ocultar los moratones… Siempre se había sentido fuera del ambiente en que le tocó vivir, como si lo hubieran cambiado al nacer. A mí sus charlas me hacían pensar porque me pasaba lo mismo pero al revés. A mí me hubiera gustado pertenecer a lo que se entiende por una “buena familia”. Imaginaba mi niñez llena de libros con unos padres que me hablaban de Alejandro Dumas o de Charles Dickens, que me llevaban a museos a admirar la obra de los grandes pintores y que me pagaban clases de piano. Y con una chacha, de niño me llamaba mucho la atención lo de tener una chacha. No muchas criadas, ni siquiera una por horas, más bien una chacha de esas que acabas llamando tata y que forma parte de la familia. Aunque nunca serán familia, me decía Manuel. No te engañes Tato, las criadas, las llames como las llames, siempre serán criadas, las que sirven, las que visten la casa en una visita, las que molestan cuando finaliza la comida o la merienda y empiezan las conversaciones.
Manuel me abrió la mente y me enseñó a ver las cosas con otros ojos, a reconocer la suerte que había tenido con unos padres que no relegaban mi cuidado a otras personas, que me llevaban al cine o de paseo, que me permitían hablar y reír en la mesa, que me daban un beso de buenas noches…También el jugar con libertad en la calle con mis amigos, casi unos hermanos. Disfrutar de unos vecinos casi familia. Me hizo ver mi vida de otra manera. Al principio no lo entendía, no entendía que hubiera renunciado a una vida lujosa, que me dijera que yo era más rico que él. Muchas cosas que fui comprendiendo a medida que avanzaban los años y daba mis pasos independientes en la vida. Manuel se convirtió en mi mentor, en la persona a la que le contaba todos mis problemas, problemas que en su mayor parte desaparecían en cuanto salían de mi boca. Siempre lo recordaré. A él y a su banco, donde ahora estoy llorando porque se ha ido el mejor amigo que tuve y tendré nunca. Me queda el consuelo de que murió feliz, viviendo como eligió, sin imposiciones, con libertad, por mucho que resulte difícil entender que la felicidad de un hombre resida en un banco del parque. Pero si algo tengo claro gracias a sus enseñanzas es que cada persona tiene su lugar en el mundo y a menudo ese lugar es difícil de encontrar.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.