Un martes y trece para recordar - Isabel Marina

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Es difícil la vida cuando se es tan supersticioso como yo. Siempre esquivando gatos negros, evitando pasar por debajo de escaleras, aferrada a amuletos como el ojo turco contra el mal de ojo, la cigua asturiana. No lo puedo evitar. Ya mi madre era una súpersticiosa de aúpa, y yo soy su fiel reflejo.

Así que aquel martes y trece no iba a encontrar el ánimo para salir a trabajar. De acuerdo con mi forma de ver la vida, en cuanto a lo esotérico se refiere, el martes y trece era el peor día de todos, aquel en que te podía ocurrir cualquier desgracia. Por eso, en años anteriores en que había coincidido un martes y trece, siempre me metía en la cama esperando a que pasase, engañando en el trabajo y donde hiciera falta.

Aquel día me desperté con una idea fija: avisar en el trabajo de que me encontraba mal por una mala digestión y que tenía que ir al médico. No iba a tener problemas pues nunca faltaba y era bastante productiva y eficiente. Empecé a buscar el tetéfono de la secretaria cuando de imprevisto me llegó un mensaje al móvil: “El departamento de personal la convoca hoy a una reunión, a las 9, 30, con el director”.

Por primera vez en muchos martes y trece estaba obligada a dejar la cama, a vestirme y a acudir a la oficina. Las caras compasivas de los compañeros me dieron la bienvenida y me hicieron temer mis peores presagios. La empresa llevaba tiempo obteniendo pérdidas y el director de personal era una especie de psicópata que disfrutaba metiéndonos miedo. Pude observar que de su despacho salían personas cariacontecidas y me senté a esperar ser llamada.

Eugenio, que así se llamaba el psicópata, me miró fijamente y me dijo que la situación de la empresa no permitía que siguieran contando con mis servicios, que me agradecían mucho lo que había hecho hasta ahora pero que tenían que rescindir mi contrato.

En situaciones como esta suelo parecer una esfinge. A decir verdad, sentí el estómago lleno de piedras. Me sentí yo misma como una piedra, con una idea fija: ya se está cumpliendo el maleficio de los martes y trece. Tantos años esquivándolo y ahora no hay más remedio que apechugar con eso. Salí bastante desmoralizada pero sé que parecía orgullosa, y Eugenio me miró con cara estupefacta. Nunca había visto tanta dignidad en una persona a la que acababa de despedir, una persona que además necesitaba el pequeño sueldo que su trabajo de administrativo le proporcionaba. Pero así era yo. La injusticia estaba clara, pero era yo la que tenía que hacer frente a la situación que se dibujaba ante mí. Cómo pagar la letra de aquel piso en el que me había metido sin pensarlo demasiado, como pagar las facturas, cómo seguir.

Todo esto bullía en mi interior pero disimulaba, qué bien disimulaba. Hasta el punto de tener fuerza para consolar a los otros compañeros que también acababa de despedir.

Martes y trece, pensé, la agonía ha comenzado. Después, volví absorta en el metro, pensando en la temeridad que había sido salir de la cama un día como ese. La noticia podía haber esperado al día siguiente. Al salir de la estación, di un mal paso y me retorcí el tobillo. ¡Otra vez!, pensé, dolorida, otra vez la mala suerte.

Seguí andando las cuatro calles que separan el metro de mi casa. Por un momento, traté de infundirme ánimo. Yo ya llevaba tiempo aburrida en ese trabajo. No había posibilidad de ascender ni se reconocían mis méritos. Por eso, durante los últimos meses había hablado con algún amigo para cambiar de empresa. Raúl, uno de mis mejores amigos, había hablado con su empresa, y eso podía fructificar, me dije a mí misma. Empezó a sonarme el móvil y era él, Raúl. Dentro de mí hubo un rayo de esperanza. Pero no, la maldición continuaba. Mi amigo sólo quería decirme que no era posible contratarme, que los jefes lo habían meditado y mi perfil no les encajaba. ¡Qué perfil! pensaba yo. Si soy una simple administrativo. De qué manera se edulcoran las cosas cuando se da una mala noticia.

Así que de esta manera iba yo, renqueando por el dolor en el tobillo, tratando de asimilar mi despido y la falta de expectativas, y la letra que tenía que pagar, y los gastos, y la mierda de vida que llevaba, más sola que la una, después de haber firmado mi divorcio, entonces lo recordé, un martes y trece.

Me miraba en los escaparates y veía cómo se escapaban las lágrimas. Qué va a ser de mí, qué más puede ocurrirme hoy. Al pasar frente a un despacho de lotería, decidí comprar varios décimos, como si no acabaran de echarme del trabajo, como si todo fuera normal. Qué más da, pensé, si voy a acabar arruinada. Echemos a volar el sueldo. Enloquecí. Compré veinte décimos de lotería al mismo número, el 34675. Lo pagué con la tarjeta de crédito. Total, qué más da. Si dentro de un año me habrán echado también de casa por no poder pagar la letra del banco.

Cuando llegue a casa, me dieron ganas de gritar. El vecino de arriba se había dejado abierto el grifo y había agua en el salón y en una habitación.

¡No puedo más! le dije al vecino cuando subí hecha un basilisco. Esta mierda de martes va a acabar conmigo. Creo que él se quedó abrumado al ver a una mujer fuera de sí, gesticulando como una loca y arrastrando un pie.

No vuelvo a salir de casa un martes y trece, le grité. Nunca más.

Me pasé un buen rato llorando. No quise cenar. Sí, soy supersticiosa, me dije, con toda la razón del mundo. Mi poca estabilidad se acababa de hacer añicos.

Pasé después dos semanas sin salir de casa. Hacía la compra por internet y tenía el móvil apagado. Llegó veintiuno de diciembre y les dije a mis padres y a mis hermanos que me encontraba mal. La verdad es que mi familia y mis amigos estaban muy preocupados por mí. Al día siguiente, a eso de las dos, empezó a sonar el timbre. Qué pesados los de correos, qué pesados los vecinos. Me planteé no abrir. Llevaba además el mismo pijama sucio desde hacia una semana. Escuché la voz de mi hermana Paula que insistía en que la abriese. Lo hice al fin de mala gana.


¿No has escuchado la radio?, me preguntó. No, ni la radio ni la televisión ni nada, le contesté de mal humor.

Empezó a abrazarme y a darme besos.

  • Nos has hecho millonarios, gritó exultante.

  • ¿Cómo?, le pregunté.

Resulta que a ella y a nuestros padres les había regalado un décimo de lotería. El décimo había sido premiado con el premio gordo.

Se me empezó a nublar la vista. Busqué los otros 18 décimos. Allí estaban, relucientes, en un cajón. Paula y yo echamos la cuenta. Me había convertido en la propietaria de más de siete millones de euros.

Miré mi pequeño piso, ese que con tanto esfuerzo estaba pagando, miré mi pijama sucio y en el espejo contemplé mi aspecto desaliñado. Verdaderamente, metía miedo.

Paula, que no había heredado las creencias supersticiosas de la familia, me abrazó, riendo, y me dijo:


¿Qué? ¿No fue tan mal este martes y trece, verdad?


 

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