Los contadores de historias - Gloria Losada

                                          

 

 

 

 

- Todo empezó el día aquel en que me tragué una araña, de esas de cuerpo diminuto y patas enormes. No debía tener yo más de siete u ocho años, estaba jugando en el desván y la araña andaba por allí, trajinando en su tela. De pronto me la tragué, no recuerdo bien de qué manera, lo único que recuerdo es la sensación de tenerla un rato en la garganta, meneando aquellas patas que me hacían cosquillas en una lucha inútil por escapar de mi estómago. Me entró un miedo atroz a morir, le pregunté a mi madre si una persona podía ir al otro barrio por tragar una araña y por toda respuesta me hizo abrir la boca, me miró la garganta y como según ella se me veía un poco roja me llevó al médico, que efectivamente me diagnosticó amigdalitis y me recetó antibiótico. El tener un diagnóstico me tranquilizó un poco, aunque no me había atrevido a decirle al médico que me había tragado una araña, más que nada por temor a que me tuvieran que abrir la barriga para sacármela.

Dos días después soñé que me atacaba un ejército de arañas, que me cubrían el cuerpo, me picaban y me hacían quedarme dormida. Al despertarme me había convertido en una de ellas. Y confieso que me encantó encontrarme con esas patas tan largas y estilizadas.

-Pues lo que a mí me ocurrió fue aún más horrible. Acababa de leer un libro en el que el protagonista se convertía en cucaracha de la noche a la mañana. De pronto se despertaba y ya no era hombre, era cucaracha. Apenas podía moverse y estaba todo el tiempo encerrado en su habitación. Me puse a reflexionar sobre ello y me angustié, me angustié tanto que yo también me encerré en mi habitación durante dos días, sin salir de la cama, tapado hasta las orejas, intentando disipar aquel miedo que se había apoderado de mí sin ningún sentido. Cuando me fui sosegando me atreví a levantarme, fui al baño y al mírame al espejo pude comprobar que mis bigotes se habían convertido en una especie de antenas. Al final resultó que mis miedos no eran infundados. Me volví a la cama totalmente horrorizado, temblando como un junco, sin saber a quién acudir, puesto que mis padres estaban de vacaciones. No sé en qué momento conseguí dormirme, solo sé que cuando me desperté yo también era una cucaracha, pero a diferencia de Gregorio Samsa mi tamaño era pequeño, como el de cualquier cucaracha, y no me sentí mal como tal, porque podía moverme con facilidad, además enseguida accedí a la alacena donde mi madre guardaba cosas que no me dejaba comer y me devoré todo lo que pude.

-Yo también viví una experiencia parecida. Mis abuelos tenían una granja en el campo y a mí me encantaba ir a visitarles. Allí era feliz. Mi abuelo me llevaba a buscar las ovejas, a darle de comer a las gallinas o a los cerdos. Sin embargo no me dejaba entrar en la nave donde estaban las vacas. Decía que yo era muy trasto y que no se fiaba de mí, que igual me acercaba demasiado y acababa recibiendo una cornada o una patada. A mí eso de las patadas y cornadas me daba mucho miedo así que siempre le hice caso. Pero un día, cuando fui más mayor, me atreví a asomarme a la puerta de la nave y espiar. Allí había unas diez o doce vacas. Algunas descansaban plácidamente, otras rumiaban la hierba, otras espantaban moscas con el rabo. Entré y me acerqué a una con tan mala suerte que en su afán por espantar moscas me dio con el rabo en la cara y aplastó una contra mi mejilla. Me dio un asco tremendo. Cogí la mosca entre mis dedos, parecía que estaba muerta, pero no, creo que solo estaba lesionada porque salió volando como una flecha. O a lo mejor había resucitado. A mí también me entró miedo, como a vosotros. No me podía sacar a la mosca resucitada de la cabeza. Además en el punto justo de mi cara donde se había aplastado parecía querer brotar una protuberancia extraña. Cuando me miré al espejo vi que no solo había brotado, efectivamente, un pelo más grueso que una barba, sino que mis ojos se estaban abultando y velándose con una capa opaca, como si fuera un colador. Aquella misma tarde mi cuerpo fue cambiando y terminé convertido en una mosca enorme, negra y peluda. Y aunque me di un poco de asco a mí mismo finalmente terminé por aceptarme, puesto que podía volar y colarme libremente en la nave de las vacas. Hasta se me dio por jugar con ellas, picarles en el lomo y huir de su rabo.

-Mi experiencia es parecida a la vuestra. Me pasó comiendo una manzana. Recién la había cogido del árbol de mi huerto. Era una manzana grande y roja, de piel brillante y perfecta. Me senté la hierba, apoyé mi espalda en el tronco del manzano y me dispuse a comerla. Mas aunque por fuera parecía la fruta perfecta, al darle el primer mordisco resultó que por dentro estaba totalmente podrida y llena de pequeños gusanos. Los sentí en mi boca y escupí. Tiré la manzana lejos y me puse a llorar por haberme tragado por lo menos siete u ocho gusanos. Pero de nada sirvieron mis lloros, los gusanos llegaron a mi estómago y se mezclaron con el resto de mi cuerpo de tal manera que en unos días me vi reptando por el suelo y soltando una baba apenas perceptible…..

Se hizo el silencio.

-¿Y qué más? – preguntó Arany – Jolin Gusy, tus cuentos siempre terminan así, es decir, no terminan.

-Es que no sé qué ventajas puede tener para un humano convertirse en gusano. Ya me gustaría a mí que fuera al revés.

-Lo que te pasa es que no tienes imaginación – repuso Cuchichi.

-Bueno, dejadlo, aún es muy joven – dijo Mosqui intentando quitar hierro al asunto --. Ahora es mejor que nos vayamos a casa, se ha hecho tarde. Dentro de una semana nos reuniremos en el mismo sitio para seguir contando historias de humanos. Seguro que Gusy tendrá algo interesante que relatarnos.

La araña, la cucaracha, la mosca y el gusano, se retiraron un día más a sus aposentos, a imaginar de nuevo historias de esos seres tan especiales llamados humanos.

Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.