Cuando iba al instituto me llamaban mucho la atención las opiniones de los filósofos sobre la bondad o maldad de la gente. Mientras unos opinaban que el hombre es bueno por naturaleza, otros decían que el hombre es un lobo para el hombre. Ignoro el camino recorrido por esas mentes pensantes hasta llegar a semejantes conclusiones, yo creo que cada uno es como es, y que la maldad, o la bondad o cualquier cualidad que se le pueda atribuir al ser humano, tiene siempre un punto de subjetividad. Lo que para mí es bondad, para el que tengo en frente puede ser la maldad más absoluta.
Yo siempre me tuve por una persona buena. Fui una niña tranquila y una adolescente que no dio guerra. Siempre me causó pavor el hacer daño a alguien y si por alguna circunstancia ese alguien se sentía herido por mí, cosa que ocurrió pocas veces, me dolía hasta el alma y no dudaba en pedir perdón aunque en el fondo sintiera que yo no había hecho nada malo. Hasta que conocí a Belcebú, que despertó mi lado más oscuro.
Por aquel entonces acababa yo de cumplir los 18 años y había comenzado a estudiar en la Universidad. Como mis padres regentaban un negocio familiar que les ocupaba casi todo el día y a mí no me gustaba estar sola en casa, al salir de clase comía en casa de mis abuelos y allí pasaba la tarde hasta que me recogían. Un lunes, después de comer, me senté en el patio trasero a disfrutar unos momentos de la tibieza del otoño antes de ponerme a estudiar y surgió por allí. Un gato precioso, con el pelo dibujado en distintas tonalidades de gris y los ojos de un verde tremendamente intenso. Se acercó a mí y maullando en tono mimoso se restregó con suavidad contra mis piernas. Lo acaricié y enseguida se estableció una corriente de simpatía entre los dos, a pesar de que a mí los animales jamás me gustaron especialmente.
–Apareció este sábado por el patio, le di algo de comer y aquí se quedó. Hay que ponerle un nombre – dijo mi abuelo desde el quicio de la puerta.
En ese momento el gato fijó su vista en mí y una sensación extraña me recorrió, como si el animal formara parte de mi yo siniestro.
–Se llamará Belcebú – dije, y no añadí el gato maldito, pero la expresión apareció en mi cerebro.
Desde aquel día Belcebú se convirtió en mi sombra cuando estaba en casa de mis abuelos. Y a mí me gustaba aquel hilo que se había establecido entre ambos, hilo que se volvió mucho más fuerte cuando el gato se hizo eco de mis maldades.
Ocurrió una tarde que mis abuelos tenían unos albañiles en casa reparando unos desperfectos en el patio trasero. Uno de ellos era especialmente maleducado y soez. Me miraba con ojos de baboso y me decía obscenidades. En un momento que estaba yo sentada en el patio con Belcebú en mi regazo y el tipo se encontraba subido a una escalera deseé fervientemente que se cayera y se diera un buen golpe y dicho y hecho. El gato salió disparado, embistió la escalera, el hombre dio con sus huesos en el suelo y el minino volvió a mis brazos... y hasta creo que me miró con una expresión extraña en su cara gatuna, como si me sonriera. Yo le devolví la sonrisa y me metí dentro de la casa mientras mi abuelo y su compañero acudían a socorrer al albañil accidentado. Acabó con una pierna rota y yo sin el menor remordimiento. Ni por asomo pensé en aquel momento que lo ocurrido fuera fruto de la conexión de mi mente con la de Belcebú. Mis sospechas se despertaron cuando volvió a pasar con una vecina de mi abuela que se vino a quejar de los ruidos de la obra. Mi pobre abuela se deshacía en disculpas, intentando explicarle que era inevitable, que intentaría que durara lo menos posible, pero la otra erre que erre, que no podía ser, que su nieto pequeño no podía dormir la siesta y encima todo el polvo iba a parar a las hojas de las plantas de su jardín. Yo murmuré por lo bajo un insulto, vieja bruja o algo así, y tan pronto como lo hice el gato se acercó a la mujer y empezó a bufarle y a enseñarle las uñas, ante lo cual la otra se largó como alma que lleva el diablo y no osó volver a protestar. Aquella situación me dio miedo y satisfacción al cincuenta por ciento. Que una persona como yo, tranquila y bondadosa, pudiera mostrar un lado siniestro resultaba hasta divertido, pero que ello se canalizara a través de un gato era cuanto menos inquietante.
Un día quise probar si el animalito era mi siervo y comencé a darle órdenes mentales un poco absurdas. Que se caiga la rama del arbol, que no le arranque el coche al abuelo, que la abuela no encuentre carne de cordero en el mercado. Pero no, no surgió efecto. El gato actuaba cuando yo sentía maldad de verdad, aunque fuera de poca intensidad, no cuando pensaba estupideces.
Los episodios se fueron repitiendo de vez en cuando. En general Belcebú provocaba incidentes de escasa importancia a la gente que yo “odiaba”, si se puede usar esa palabra. Hasta que pasó algo realmente grave.
El curso tocaba a su fin y yo lo había llevado bastante bien, aunque con mucho esfuerzo. Contaba con aprobar todas las asignaturas, si bien no con unas notas maravillosas, mas me llevé una sorpresa monumental cuando al ir a buscar la última nota me encontré con que había suspendido, a pesar de que el único parcial que nos habían hecho lo había aprobado con un notable. No entendía nada y me fui a casa llorando como una Magdalena y maldiciendo una y otra vez al profesor, un tipo raro que ya tenía fama de ser bastante arbitrario a la hora de evaluar. Mis padres intentaron consolarme de todas las maneras posibles. Mi madre incluso se ofreció a acompañarme a pedir una revisión del examen, pues yo era tan tímida que nunca me hubiera atrevido a hacerlo sola. Pero yo le dije que no, que no iría a rogar a nadie, que en septiembre aprobaría con nota, y ya vería aquel gilipollas quién era yo, y que ojalá se muriera. Admito que eso último lo dije con rabia, con mucha rabia, pero lejos estaba de mis intenciones desearle la muerte a nadie. Dos días después una llamada de mi compañera me dio la noticia. Lo habían encontrado muerto en su despacho. Al parecer era asmático y alérgico a los pelos de los gatos. El despacho estaba lleno de pelos de gato. A su lado un bote de broncodilatador vacío.
Aquello ya era demasiado. Que Belcebú hiciera determinadas maldades en mi nombre podía resultar hasta gracioso, pero que matara a alguien eran palabras mayores, algo que mi conciencia no podría soportar. Tenía que deshacerme del gato como fuera. Fui a casa de mis abuelos. Siempre salía a recibirme pero aquel día no apareció. Lo busqué hasta debajo de las piedras, pero nada. Estuve una semana tras su rastro sin resultado. Mi abuela me dijo que hacía días que no se dejaba ver, así que respiré aliviada pensando que se me había terminado el problema. Pero me equivoqué. Semanas más tarde me encontré en una terraza con el chico que me gustaba, que dicho sea de paso no me hacía ni puto caso y encima sabía que me gustaba. Estaba con una morena despampanante, besito por aquí y por allá. Mentalmente los mandé a la mierda, a ambos, y dicho y hecho, apareció Belcebú, que no sé de dónde salió, se les subió a la mesa y allí les plantó una cagada monumental. Reconozco que la situación me resultó hilarante, pero en el fondo también me preocupó bastante, puesto que el maldito gato andaba por ahí por el mundo pendiente de mis deseos malignos y yo sin poder hacer nada.
No se me ocurrió otra cosa que consultar a alguien experto en temas sobrenaturales. Incluso pensé en acudir a Cuarto Milenio, idea que deseché más por vergüenza que por otra cosa. Finalmente contacté por internet con una par de personas que me parecieron farsantes, pero a la tercera fue la vencida. Quedamos una tarde para vernos por Skype después de haberle contado mi historia. Quería que le enseñara una foto del gato. Se la enseñé y me sorprendieron sus palabras.
–Lo que me imaginaba, es Belcebú.
–¿Cómo sabes su nombre? Se lo he puesto yo y no te lo he dicho.
–No, no se lo has puesto tú, aunque lo parezca. Él ha contactado con tu cerebro desde el principio, como hace con todas sus víctimas, y te ha dicho su nombre. Belcebú es un delegado del diablo. Se aprovecha de la gente de buen corazón, como tú, para hacer daño. Tienes que deshacerte de él.
–Pero ¿cómo?
–Cargándotelo hija, no te queda otra. Eso o esperar a que se canse y elija a otra víctima a través de la cual llevar a cabo sus maldades.
De eso hace seis meses, tiempo durante el cual he vivido sin vivir en mí, intentando controlar mi cerebro y sus pensamientos, tarea agotadora, porque encima he estado buscando al maldito gato y no ha dado señales de vida. Creo que se ha aburrido de mí, porque esta tarde tuvimos una reunión informal en la cafetería de la facultad y a una tonta que no hacía más que llevarme la contraria le deseé con fervor que se atragantara con el café y no le pasó nada. Voy a confiar en que así sea. Y que no se acerque a mí otro gato porque le doy una patada que lo pongo en órbita.
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