Recorro
su cabecita con mis membranosas manos y ahogo una lágrima. Mal rayo
me hubiera partido antes de haber accedido a sus deseos, más bien
órdenes.
Pero… ¿quién se niega ante un dios? Su poder y sus maldiciones son eternas.
He parido a su hijo, que en breve partirá para ser educado en las artes militares. A cambio, me quedo con mi soledad y la maldición de no ser deseada por otros hombres. La visión de mi cuerpo cubierto de una epidermis mucosa es repugnante. Hasta para él, que un día deseó tanto mi belleza.
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