¡Hoy es mi día Predilecto! ¡Día de desgracias y sinsabores! ¡Viva el 13!
Pero ¿cómo se puede ser tan mala persona? se preguntaban las vecinas desde las ventanas del patio de luces. Desgracias, para ella todas, vieja bruja.
Y así se pasaban cada mañana en la que, casualidades del calendario, el martes y el número trece coincidían como un dúo perfectamente imperfecto. Luego, pasado el mosqueo matutino, cada cual iba a sus labores.
Ella no tenía labores que hacer, aparte de amargar las mañanas al vecindario y atizar con su paraguas a todo aquel al que pillara en una infracción. A sus ojos, claro está. Ella era de otra época, de aquella del blanco y negro llena de penas. Su familia se desperdigó y no le quedó más que una viñeta de un periódico de cada uno. Y así, triste y sola, pues la vida no era nada llevadera.
El vecindario la aguantaba porque en sus tiempos buenos había sido alguien importante. Y porque el piso era suyo, claro. Nadie podría echarla. Al que no le gustaran sus quejas amargas, ajo y agua. O tapones de cera. Y andando, que es gerundio.
Que la vida son tres días y uno está nublado. Y más aquí en Asturias. Aunque con eso del cambio climático, vete a saber si nos habrán dado la vuelta el mapa y nos habrán colocado en otra zona.
Pero dejemos el tiempo para los expertos, que ni ellos se ponen de acuerdo.
El caso es que conocí a esta mujer cuando me mudé al edificio después de buscar y buscar, descartando alquileres abusivos. Un primo mío que vivía en una calle cercana, la Rue del Percebe, me recomendó la zona. Muy amigables los vecinos, muy originales, nunca te aburres, me decía.
Y vaya que sí tenía razón. En lo de no aburrirse, me refiero. Porque amigables, psé. Mi primo es el rarito de la familia, así que él estaría en su salsa.
A veces me cruzaba con la vieja bruja por la calle. A mí no me dio nunca un paraguazo, ni yo a ella motivos para recibirlo. Y mi vida fluía entre aquellas escaleras, las del metro y las de mi trabajo. Curiosamente el ascensor del edificio nunca funcionó.
No me importó, era joven y apenas si paraba en casa. La compra no la hacía. Iba a casa de mi madre los fines de semana y me volvía con un cargamento de tápers de todos los colores. Que luego, mágicamente, se perdían entre las estanterías de la cocina y nunca regresaban al origen. A la cocina de mi madre, de la que seguían fluyendo casi mágicamente más tápers llenos de ‘comida de madre’.
‘Cuando seas madre, verás’. Me decía mi madre. Aún no lo soy. No sé qué podré ver que no haya visto ya, en el trabajo o en mí día a día en el edificio donde viví. O donde vivo ahora.
Son esas misteriosas frases de madre que se te quedan tatuadas a fuego para siempre. Como esa de ‘No te tragues el chicle, que se te va a pegar el estómago’, de cuando era adolescente. Luego llegó el temido momento de ir al dentista, que me puso aparato corrector, me prohibió los chicles y mis dientes quedaron perfectos tras años de sufrir aparatos metálicos y gomitas de colores que me hacían ver las estrellas. Pero pasado el tiempo conseguí una sonrisa casi profident y lo agradecí.
Mi estómago siguió intacto hasta que me pillé mi primera borrachera. Qué mala me puse, qué de vueltas me daba todo. Como en un tiovivo de la Casa del Terror. Que parecía la niña del Exorcista de todo lo que salió por esa boca. Qué a gusto me quedé, pero qué mal cuerpo... Y desde entonces, nunca más. Una cervecita de pascuas a ramos.
Y volviendo a la bruja, ella de cervezas no debía ser. Como mucho, brebajes amargos que se tomaba con dos excompañeras del colegio, de las que durante un tiempo breve se volvió inseparable. Eran hermanas, parecían más simpáticas, pero ya no me fiaba, después de lo que me contaba mi primo de sus vecinos. Aunque cada cual con sus rarezas.
El caso es que las hermanas, Herme y Leo, se llamaban, vinieron bastante por mi edificio. Sobre todos los fines de semana. Eran como el Gordo y el Flaco, aquella pareja peculiar de las pelis pero en mujer, sin sombrero y con pelo. Hablaban mucho, casi a la vez. Me decían ‘Adiós niña, buenas tardes’, cuando nos cruzábamos. Mientras se despedían de la vieja bruja comentaban chismes antiguos y ella, con cara de vinagre, se quejaba ‘Ya no hay modales, qué tiempos…’. Cuando las hermanas se iban a mí me gruñía un saludo de despedida; aunque en el fondo le caía bien. Ya digo, no me dio ni un solo paraguazo durante el tiempo que viví en el edificio.
Después me mudé y no supe más de ella. Ni de mi primo y sus también peliculares vecinos.
Hasta hará unos años en que, ojeando un periódico en un bar, vi su esquela. Un recuadro negro con su nombre y los de las hermanas, y algún pariente lejano. Poca gente se acordó de ella. Pero por fin descansó en Paz.
Para ella la vida estuvo llena de desgracias y sinsabores. Siempre vivió en un eterno martes y trece.
Primeras palabras del cómic Doña Urraca, creación de Miguel Bernet bajo el pseudónimo Jorge para las páginas de Pulgarcito.
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