La sospecha - Cristina Muñiz




Por una de las ventanas del conservatorio se escapaban las notas suaves y delicadas ejecutadas por una profesora de piano. Sentada en una terraza cercana, Marisa se dejó mecer por la melodía que la hizo viajar años atrás, cuando Eduardo estudiaba allí y ella lo esperaba a la salida de sus clases particulares de matemáticas. Cuánto habían cambiado las cosas desde entonces. Ahora, su marido yacía en la cama del hospital con una sentencia de muerte. Y ella no podía despojarse del sentimiento de culpa pese a no ser la causante de su enfermedad.

Todo había empezado dos años atrás: conductas extrañas, llamadas a las que respondía cerrándose en el baño, ausencias injustificadas, mentiras… Y todo ello llevaba escrita la palabra 'sospecha'

Cuántas lágrimas había vertido pensando en una supuesta amante. O más bien amante, sin más, porque no tenía duda de su existencia. Si no fuera así qué otra cosa justificaría su actitud. Ya ni siquiera la buscaba en la cama, él que tan fogoso había sido siempre. Y cuando tu pareja deja de sentir deseo hacia ti algo falla, por no decir todo. Si lo sabría ella. No era la primera. Dos de sus amigas se habían divorciado por los escarceos amorosos de sus parejas. Pero, Eduardo… Eduardo era el amor de su vida y siempre había creído que ella también lo era para él. Comenzó a vigilar cada uno de sus movimientos, a mirar su móvil, a buscar las contraseñas de sus correos, a revisar sus bolsillos, su billetera, su agenda… No halló nada y eso la estaba volviendo loca. Un día se atrevió a preguntarle abiertamente si había otra. Eduardo lo negó con vehemencia. Claro, qué iba a decir, todos los infieles lo niegan hasta que los pillan, si lo sabría ella. Insistió varias veces hasta conseguir enfadarlo. Por qué sospechaba de él si siempre estaba en casa o con ella, salvo por asuntos de trabajo o para hacer deporte. Marisa dudaba. Hablaba consigo misma diciéndose por momentos que estaba segura de la infidelidad de su marido para acto seguido negarlo con rotundidad. Pero la sospecha seguía allí, al acecho, hasta que encontró un nombre desconocido en su móvil con varias llamadas de demasiados minutos. Carmen. Quién era esa Carmen. Dónde la había conocido. Cuándo la veía. La certeza de la infidelidad de su marido la rompió por dentro. No recordaba haberse sentido nunca tan mal. Engañada tras veinticinco años de feliz matrimonio. O supuestamente feliz. ¿Cuánto tiempo la llevaba engañando? ¿Había habido otras? ¿Estaría pensando abandonarla? ¿Lo echaría ella de casa?

Dudas. Dudas, dolor y desilusión por el amor perdido poblaron sus días de sombras y sus noches de insomnio. Sin ser consciente empezó a echar cuentas. Vivían bien aunque no eran pudientes. Poseían el piso donde vivían, dos garajes y un apartamento en una playa del sur. Si lo vendían todo y repartían ¿se arreglarían los dos para no pasar apuros? No. No debía pensar eso. Eso no importaba. O sí. Claro que importaba. Acababa de cumplir cincuenta y dos años y tenía un sueldo de mil trescientos euros. ¿Debería él compensarla o debería arreglarse con su sueldo? Encima de cornuda, apaleada, pensó cabreada. Siempre igual, ellos se lían con otras más jóvenes, porque seguro que es más joven, y nosotras a pasarlas moradas, como Lola que no lo supo hacer, que se dejó llevar por la rabia y renunció a luchar. Pero ella no, ella le sacaría hasta los ojos si fuera preciso. Consultaría con un abogado para saber a qué atenerse.

El tiempo fue pasando sin que se atreviera a preguntarle por Carmen ni a consultar a un abogado. Pero las llamadas seguían allí, sabía el número y las controlaba en la factura digital. Seguro que Eduardo de eso no se daba cuenta. La rabia fue carcomiendo día a día su corazón dolorido, sus ojos se volvieron ciegos y sus oídos sordos a cualquier cosa ajena a los movimientos de Eduardo: si salía o entraba; si dedicaba demasiado tiempo al deporte; si, aunque se duchase, la ropa sucia olía a sudor; qué libros leía; qué música escuchaba…

–Tenemos que hablar –le dijo Eduardo una tarde fría y lluviosa con gesto serio y temblor en las manos.

Marisa sintió una descarga eléctrica. ¿Iba a confesarle su infidelidad? ¿A pedirle perdón? ¿A abandonarla? En un momento cruzaron por su mente un montón de posibilidades. Se sentó dispuesta a escuchar a su marido y su confesión la dejó en schok: padecía una enfermedad incurable. No se lo había dicho antes para no hacerla sufrir, pero Carmen, su doctora, le había aconsejado no demorarlo más; el tiempo se agotaba.

Marisa sintió un profundo alivio y la bola de angustia que tenía alojada en su garganta desde hacía tanto tiempo desapareció como se se hubiera diluido con la lluvia. Ser consciente de sus propios sentimientos la sorprendió y la turbó. No lo podía creer pero era así. Prefería ver a su marido muerto antes que en brazos de otra mujer.

Durante los días posteriores, sintiéndose la más mezquina de las personas, luchó por dar la vuelta a sus sentimiento sin conseguirlo. Ante la disyuntiva de una amante o una enfermedad, pese a la lógica de su cerebro, siempre se imponía su corazón como si estuviera dotado de vida propia.

La música la sacó de sus pensamientos. Las notas suaves y delicadas habían sido sustituidas por otras más fuertes que reconoció como La muerte de Isolda de Wagner.

Marisa no lo sabía, nunca lo sabría, pero la mujer que, con lágrimas en los ojos, estaba transmitiendo su dolor a las teclas del piano, era la amante de su marido desde hacía ya más de cinco años y su nombre era Carmen.


 

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