EL desconocido - Cristina Muñiz Martín





Un hombre que no llamaba la atención ni por su aspecto ni por sus ropas, entró en un antro de Estambul, miró a su alrededor, buscó la mesa más alejada, se sentó y pidió vino.

Lo siento, no os lo puedo servir, ya sabéis cuáles son las órdenes, dijo el tabernero desconfiando de ese individuo alto y corpulento pues nunca lo había visto en su cuchitril donde antes servía vino y ahora solo té. El desconocido insistió, acercándole unas monedas que el tabernero rehusó, nunca se podía saber quien se tenía enfrente y menos con los rumores que corrían por todas las esquinas como pájaros espantados.

El hombre se conformó con un té que fue bebiendo a pequeños sorbos mientras su mirada de águila astuta se posaba sobre las mesas, los vasos y los movimientos de la concurrencia, algo que no pasó desapercibido al tabernero que sintió escalofríos temiendo, y estaba en lo cierto, que el mayor de los peligros había traspasado la puerta de su casa.

El viajero tenía hambre y sed pero no estaba dispuesto a comer nada en ese lugar inmundo. Además, otro apetito mucho más grande que el que residía en su estómago habitaba en su mente. Y era un apetito voraz. Se había propuesto cazar a cinco y ya solo le faltaba uno. Algo en su interior le decía que estaba en el lugar idóneo para acabar por esa noche su deambular por las calles de Estambul.


El tiempo pasaba sin que nada sucediera. El tabernero lo vigilaba con cautela. Lo notaba nervioso, limpiando de continuo un exceso de sudor con manos temblorosas. Esperaba con ansia que se marchara por donde había venido, pero no parecía tener prisa.

De pronto el viajero observó un movimiento furtivo en uno de los clientes. Estaba sacando algo de un bolsillo. ¡Por fin! ¡Era tabaco! Presa de una excitación incontrolable se levantó de un salto sacando el arma que ocultaba bajo su manto y de un tajó certero cortó la cabeza del fumador que rodó a los pies de una concurrencia espantada y paralizada. El desconocido limpió la sangre de la hoja en la ropa del muerto y tal como había llegado desapareció.

Ya en palacio, el sultán pidió que le sirvieran de comer y de beber. Estaba satisfecho, hambriento y sediento. Una abundancia de platos diversos se dispusieron de inmediato sobre la gran mesa, así como una cantidad importante de alcohol, una de sus grandes pasiones. Mientras la bebida iba haciendo su efecto se preguntaba por qué la gente no obedecía sus órdenes, ya había tenido que ejecutar a unos cientos, se veía que no tenían miedo, igual debía aumentar las penas, aunque ¿qué pena puede ser peor que la muerte? La idea se la había dado el zar Miguel I de Rusia que el año anterior había ordenado amputar la nariz a quienes esnifaran rapé. El era Murad IV, el sultán del gran Imperio Otomano y no iba a ser menos que el zar. Por eso había decidido prohibir el alcohol además del tabaco bajo pena de ejecución inmediata y temiendo que sus servidores no actuaran con la diligencia debida se deleitaba patrullando él mismo las calles e inspeccionando cafés, bares y tiendas de vino. Así no solo sería temido si no que evitaba también que se hablara mal de él, consciente de que el alcohol consumido en las tabernas mataba el miedo y soltaba la lengua. Cuando ya se sintió ahíto continuó bebiendo hasta perder la consciencia, siendo trasladado por los sirvientes a su alcoba. Unos sirvientes que no podrían evitar que su señor acabara muriendo con apenas veintisiete años de una cirrosis alcohólica.

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