Cumplir un sueño - Cristina Muñiz


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Avanzaban en fila, las lámparas frontales rivalizando con las sombras de la noche, el frío, insolente, tratando de abrirse paso entre las diversas capas de ropa térmica. En sus estómagos una infusión de achicoria y unas galletas. Los pasos cortos, perezosos, fatigosos… Pese a todo, Nuria se sentía eufórica. Llevaba mucho tiempo soñando con ese momento, desde que había visto un documental sobre una expedición al Everest y algo se removió en su interior. “Un día yo subiré allí”, dijo llamando la atención de su familia. “Sí, y yo bajaré a la fosa de las Marianas” se mofó su hermano.

Nuria comenzó a entrenar durante la semana como si se fuera a presentar a una competición olímpica. No sabía a qué dedicarse en la vida, no había nada que le llamara la atención, que la emocionara, salvo la montaña. Una montaña que visitaba todos los fines de semana integrada en un grupo de escalada para principiantes primero, de gente experta después. El tiempo fue pasando entre gimnasios, carreras al aire libre y paredes de escalada. Finalizado el bachillerato decidió estudiar Ciencias de la Actividad Física y el Deporte, algo que no sorprendió a sus padres, pues el deporte se había convertido en su modo de vida. En cambio, su hermano, aunque no soñaba con descender a la fosa de las Marianas, estudió Ciencias del Mar, abandonó el hogar familiar y se trasladó a vivir al Caribe como instructor de buceo. La casualidad hizo que estuviera en casa el día de su partida. Le había colgado al cuello una cadena con un tiburón “hay que ver que diferentes somos: mar y montaña. Quiero que lleves contigo este amuleto para que vuelvas a casa sana y salva”, le susurró al oído. Luego se había despedido de los tres seres más importantes de su vida con un abrazo emocionado y los ojos luchando por retener las lágrimas.

Nuria sentía su respiración entrecortada, las piernas como si se estuvieran convirtiendo en piedras, pero era normal, estaba bien y llegaría arriba. No buscaba ninguna copa que certificara una hazaña deportiva, tan solo quería alcanzar la cima. La columna continuaba avanzando, comunicándose a menudo con el campo base. Habían tenido suerte, el día era bueno, aunque en ese lugar nunca se sabía. Delante de ella, Marc, su compañero italiano, tropezó arrastrándola en su caída. Por unos instantes sintió que el mundo rodaba alrededor de ella, envuelta en un torbellino de nieve y emociones. Pero la cuerda aguantó. Los otros compañeros aguantaron. Y tan solo habían descendido unos diez metros. El sol ya había hecho su aparición, apagaron los frontales y reanudaron la marcha a través del extenso y peligroso nevero. Desde el campo tres, donde habían pasado la noche, los prismáticos perseguían la multicolor fila india que ya se iba aproximando a la escalera situada plana entre los dos bordes de una gran sima. Pasaron sin problema dos de sus compañeros. Le tocaba a Marc que comenzó a tambalearse ya antes de pisar el primer peldaño. Le gritaron para que avanzara pero permaneció inmóvil, mirando al vacío como si él mismo fuera una estatua de hielo entre el hielo. El jefe de la expedición, Gabriel, se acercó y le ordenó dar un paso atrás. Marc sentía nauseas, dolor de cabeza y desorientación, no estaba en condiciones para continuar la marcha. Debía abandonar y comenzar el descenso y debía hacerlo acompañado. Gabriel se puso en contacto con el campo tres para comentarles la situación y luego pidió un voluntario para bajar con Marc; ya se estaban preparando para subir a ayudarlos. Nadie se ofrecía. Marc ya había empezado a descender con pasos tambaleantes. Durante unos segundos, en el silencio absoluto de la montaña, resonó con fuerza la tensión; todos se habían preparado para llegar arriba. Nuria, aterrada, temblaba de frío y de miedo. No. No podían elegirla a ella, esa era su única oportunidad. De pronto, Felipe, levantó un brazo a modo de despedida y fue tras los pasos de Marc. Nuria respiró aliviada y se relajó. Le tocaba a ella atravesar la escalera. Cuando sus grampones se agarraron con fuerza al primero de los helados peldaños sus ojos se desviaron hacia la inmensa fosa azul y blanca, pese a que le habían advertido de no hacerlo. Obvió los gritos de Gabriel y permaneció un breve momento deleitándose en la inmensidad del abismo. No creía que existiera en el mundo nada más hermoso. Luego, elevó la vista y se concentró hasta llegar al final. Continuaron la ascensión, ya venían varios grupos detrás, ellos habían sido los primeros en salir, aún en mitad de la noche. El aire era cada vez más escaso, la marcha más lenta, el cansancio más acentuado. Nada de eso importaba. Nuria estaba cumpliendo el gran sueño de su vida, pese a todo, pese a lo acontecido tan solo un mes antes, cuando el mundo comenzó a derrumbarse bajo sus pies. Pero estaba allí, como una más de la expedición, luchando para lograr su objetivo. Se fotografiaron en la cumbre, abrazados, satisfechos y agotados. Nuria les pidió una fotografía sola, con el tiburón de su hermano asomando sobre su pasamontañas, haciendo la señal de la victoria con sus dos manos, sintiendo no poder trasmitir la felicidad que la invadía por dentro. Comenzaron el descenso. Desde el campo tres les avisaron de un cambio de tiempo. Debían apresurarse. A Nuria no le importaba lo que pasara a partir de entonces. Solo volver a posar sus grampones sobre la escalera. Asomarse una vez más al vacío. Empaparse de ese mundo salvaje, azul y blanco. Al llegar a la mitad de la escalera, ante la estupefacción de sus compañeros de cordada, se desató, tiró su mochila al fondo del abismo y luego se dejó ir tras ella. Ese era el lugar que había elegido para vivir eternamente. Gabriel, su íntimo amigo, ya en el campo base, roto de dolor, encontró entre sus cosas las tres cartas que Nuria le había dejado. Una para él, otra para sus padres y la tercera para su hermano. Nadie sabía nada pero Nuria estaba sufriendo los primeros síntomas de una enfermedad incurable que en pocos meses la convertiría en un vegetal, sin capacidad para moverse o decidir sobre su vida. Y ella no quería acabar así. Les pedía perdón y les suplicaba que, aunque no estuvieran de acuerdo con su decisión, la respetasen. Su cuerpo viviría para siempre, intacto entre las rocas heladas que tanto amaba, y su espíritu acompañaría a las hileras de escaladores que, como ella, continuarían dando un paso tras otro, en busca de un sueño.

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