Niebla - Marian Muñoz

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Tal vez algún día logre despejar la incógnita que me tortura más he de aprender a convivir con la duda, esperando poder resolverla sin siquiera proponérmelo.

Mi historia es una más de tantas, en aquella época la necesidad era tan natural como el respirar y al morir mi padre fue aún mayor. Madre debía sacarnos adelante trabajando para otras familias y Tonia, mi hermana mayor, cuidaba de nosotros. Soy la cuarta de siete hermanos y la más espabilada, según dijeron, al explicarme la razón de regalarme a una familia británica alojada en la costa. Una boca menos era una posibilidad más de salir adelante. Mi encomienda era cuidar de tres niños muy cercanos en edad que carecían del mínimo contacto personal con sus progenitores, gente de alto status que preferían fiestas y reuniones a malgastar su tiempo con ellos.

En cuanto el motivo de su estancia terminó, volvieron a Londres y me llevaron con ellos, era imprescindible para mantener el buen ambiente familiar al encargarme de los pequeños, mis pequeñines, a los que ayudé a crecer en contacto con el cariño humano y una educación exquisita procurada en los mejores colegios. Por decirlo de alguna manera, mi espabile me ayudó a dominar el idioma, comprender las costumbres de una sociedad que no era la mía y a ser consciente de que esa gente jamás sería mi familia por mucha sonrisa, amabilidad y regalos que me colmaran. Mientras les ayudaba con sus tareas escolares conseguía memorizar y aprender variados conocimientos que me permitieron sacar el certifícate, un título que no me iba a ser útil realmente pero me satisfacía personalmente sabiéndome poseedora de una mente igual de inteligente que la de ellos y mis patronos.

No me costó esfuerzo acostumbrarme a mi nueva situación, aunque la melancolía y la tristeza inundaba mi espíritu cada vez que la niebla cubría las calles, la humedad, la contaminación atrapada en las aceras y una oscuridad tenebrosa se convirtió en algo tan habitual que decidí odiarla de por vida.

Dediqué mis años juveniles a cuidar de los tres vástagos, en cuanto se alejaron al acudir a la universidad o realizarse viendo mundo, mi cometido se centró en los abuelos, tres seres gruñones, solitarios y engreídos que disfrutaban tratándome con malos modos siendo esa la única forma de saberse superiores y sobrellevar la vergüenza de depender para casi todo de mí. El ambiente húmedo y triste de la ciudad mermaba sus capacidades día a día, al convivir bajo el mismo techo con sus hijos y no tener contacto con ellos también era un duro varapalo para una convivencia armoniosa, pero poderoso caballero es don dinero y aprendí que cuanto más se tenía menos afecto existía. Esa etapa me resultó más dura que con los nietos, su personalidad arisca no les ayudó a vivir mucho tiempo y en un período de cinco años uno tras otro fueron falleciendo. Me topé con la duda de mi posible futuro, me regresarían a mis orígenes o me mantendrían con ellos como una más de la familia sin realmente serlo. La duda se despejó cuando la vida tan ajetreada y mal llevada de mi patrón le provocó un ictus. Él fue mi siguiente trabajo. De estar en la cima de los negocios alternando con los más insignes magnates de la City a que tuvieran que ayudarle para todo fue un mazazo difícil de digerir, sobre todo porque intuía que su mujer estaba liada con otro.

En la casa existía personal encargado de su llevanza, cocinera, una par de limpiadoras, ama de llaves, conductor, jardinero, pero la única que podía deambular sin cortapisas por las plantas nobles era yo, no dependía de ninguno de ellos y tampoco les hacía gracia que una extranjera tuviera tanta cercanía con sus patronos. Si bien accedían a mis peticiones disimulando servilismo, era consciente de su crítica rastrera a mis espaldas. Que culpa tenía yo de mi posición, en medio de nada porque ni era familia ni empleada alejada de sus señores. Muchos disgustos y noches en vela sufrí aquellos años, hasta que por fin mi cometido terminó al morir mi patrón, el cabeza de familia. No fui consciente de la nueva situación hasta que la casa se quedó vacía y yo dentro esperando que me ordenaran una nueva tarea.

La triste viuda se largó con su amante, los hijos tenían encarrilada su vida y el personal de servicio fue encontrando otros destinos de los que volver a ocuparse. Sólo yo permanecí en la casa a la espera, no sabía muy bien de qué, pero desde mis catorce años había sido una mandada ocupándome de ellos y en ese momento no conseguía plasmar un pensamiento independiente sobre mi futuro. No había pasado ni una semana del fallecimiento cuando en el buzón apareció una carta, una firma de abogados me concedía el plazo de quince días para desocupar la vivienda ya que prescindían de mis servicios. Treinta y cinco años de mi vida los había dedicado a aquella familia y ni siquiera una llamada, una visita, para decirme que me echaban por no tener a quien cuidar. Renuncié a tener una familia por ellos, nunca disfruté de vacaciones o descansos, siempre ahí para todos y ahora con una simple misiva, fría y distante de un bufete de abogados, me largaban. Tras pasarme toda la noche llorando, decidí acabar con mi vida tirándome al Támesis, no tenía adonde ir tampoco con quien, llevaba años sin noticias de mi verdadera familia, sintiéndome más británica que española. Se me vino el mundo abajo decidiendo que era mejor acabar así, de golpe. Entre lágrimas escribí una carta echándoles la culpa y maldiciendo el hambre que me avocó a llevar aquella vida. La dejé en el recibidor de la entrada y salí en dirección al río. La persistente niebla que tanto odiaba me atontó, caminaba llorando, callejeando a oscuras por una ciudad inhóspita. No sé si fue la oscuridad, el desconsuelo que me embargaba o el destino pero no alcancé el agua, me había perdido y en el banco de un parque me acurruqué y dormí. Cuando desperté empezaba a clarear el día y unos rayos tímidos de sol asomaban por entre los árboles, la opresión de la tarde anterior había desaparecido y como por arte de magia logré razonar con más claridad.

Regresé a casa pues aún tenía en mi bolsillo la llave de entrada, rompí la misiva de suicidio y llamé a los abogados para apelar a su buen corazón y me informaran como solicitar una pensión tras tantos años de trabajo y esfuerzo en aquel país. La fortuna empezó a asomar al conseguir apiadar a mi oyente y tras un rato de espera se ofreció solicitármela y avisarme cuando estuviera todo listo. Busqué por la casa maletas que sirvieran para guardar mis escasas pertenencias de todos esos años, también rebusqué en los álbumes la fotos en las que aparecía, no quería dejar rastro de mi presencia en aquellos desgraciados. Poseía bastante dinero en el banco al ahorrar casi todo mi sueldo teniendo los gastos cotidianos cubiertos. Repentinamente recordé que mi patrón ocultaba dinero a su mujer en un cajón secreto, ¡vaya si le ocultaba!, me pareció una fortuna que algún guinda iba a quedarse sin habérselo ganado como yo y me lo apropié. Si todo salía bien volvería a mi país siendo una mujer libre y rica, el subidón me hizo reír tanto que me dolieron las costillas unos cuantos días.

En una agencia de viajes contraté el vuelo de regreso a mi Málaga querida, enviando mi equipaje al hotel donde iba a alojarme provisionalmente. La maleta más lujosa de la casa me acompañaría en el viaje. La notificación de una pequeña pensión alivió mi inquietud por mi futuro económico. Tomé rumbo a mi añorada España, dejando atrás la persistente odiosa niebla, anhelando el encuentro con el sol y el calor además de a mi familia española.

En el aeropuerto de Málaga tomé un taxi hasta Fuengirola mi primer destino. Miraba extasiada y confundida por la ventanilla del vehículo, tanto había cambiado mi tierra que era incapaz de reconocerla, cientos de edificios altos, grandes avenidas, coches yendo y viniendo por todas partes y mucha mucha gente por las calles con pintas raras. Había escogido un hotel de apartamentos con una gran piscina, me sentía eufórica como una gran señora de vacaciones. Que me pillasen en la aduana con tanto dinero era mi gran temor pero fui cauta enviando la mitad con mis uniformes de criada, seguro que a nadie se le ocurriría fisgarlos.

Tras los primeros balbuceos con el idioma callejee en busca de mi casa y de mi familia, a duras penas conseguía recordar la situación y de sopetón di con ella, era inconfundible, se mantenía como siempre, casas bajas pequeñas y encaladas bordeando un patio central con jardincillos. Me dirigí a la que creí era la mía, pero una placa en su puerta con nombres extranjeros me indicó lo contrario. Atontada por la situación me hizo fijarme que en todas aquellas casas donde habían vivido mis vecinos también figuraban nombres alemanes e ingleses, no cabía duda nos habían colonizado. Desalentada regresé al apartamento. En mi imaginación había dibujado la escena de un encuentro alegre y emotivo con mi madre o con alguno de mis hermanos, pero ahora no sabía dónde buscar, no sabía a quién preguntar que habría sido de ellos. Decidí darme un respiro y relajarme en el spa del hotel, me vino bien porque de tarde acudí al cementerio para visitar a mi padre y preguntarle lo que podría hacer.

No estaba preparada para comprobar que estaba junto a mi madre y mi hermana pequeña Lara, fue tan grande la decepción que lloré desconsoladamente. Triste y solitaria me encerré en el apartamento sin cenar. Al día siguiente volví a plantearme mi viaje, tras haber consultado con la almohada me encaminé en busca de una nueva vida en mi tierra, con mi sol, mi calor y la alegría de mis gentes a pesar de la muchedumbre extraña que tropezaba continuamente en las calles.

Una agente inmobiliario me ayudó a comprar una casita de pescador en la cercana playa de La Carihuela, poco a poco la fui renovando a mi gusto, la amplia terraza del dormitorio y el pequeño jardín de la planta baja me permitían tostarme al sol oscureciendo mi piel tanto tiempo encerrada, disfrutando a la vez del aire y la brisa marina. En ningún momento cesé de buscar a mis hermanos dedicando dos horas cada día a consultar las redes sociales, periódicos o cualquier información que me pudiera poner en contacto con ellos, a pesar que mi perseverancia no daba frutos no caí en el desaliento. Cuando iba por la calle buscaba con quien me cruzaba algún rasgo que me hiciera reconocer a Puri, Manolito, Macarena, a cualquiera de ellos, pero tras una dura lucha interna decidí seguir con mi vida, tarde o temprano los abrazaría.

Conseguí dos buenas amigas en clase de baile y la sincronización perfecta con Raúl, un madurito divorciado que estaba de buen ver y quien me enseñó a nadar en este Mediterráneo tranquilo. También iba dos días por semana como voluntaria a una ONG impartiendo clases de inglés. Tenía la vida tan ocupada que cuando recibí por wasap un video felicitándome la Navidad por los niños a los que cuidé, me liberé mandándoles al cuerno tras enviarles uno mío bailando salsa con Raúl y felicitándoles el Año Nuevo con imágenes de la playa y los chiringuitos llenos de turistas. Por si acaso querían volver a contactarme y alojarse en mi modesta casa, di de baja mi número inglés e hice contrato con una empresa española.

Sigo en busca de mi familia española y tengo fe de encontrarles pero mientras tanto intento vivir lo mejor que pueda. He hecho testamento a favor de la ONG, que puedo cambiar cuando quiera, y no sólo vivo bien con mi pequeña pensión inglesa sino que de vez en cuando cambio las libras esterlinas de mi fallecido patrón en euros para darme algún caprichito y vivir como una reina. Mis horas se van llenando con amistades que van surgiendo, mis vecinos son muy cordiales, pero mi mayor ilusión es encontrar a mi familia española.



 

 

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