Siempre fui un poco rara, sé que no es la mejor carta de presentación, pero es la pura verdad. Nunca tuve amigos y tampoco me importaba no tenerlos. Yo era feliz con mis cosas, me gustaba leer, escribir relatos y poemas que después guardaba en el fondo de un cajón, dibujar a carboncillo, sentarme a mirar el mar... Durante la semana iba al instituto y estudiaba mucho, los fines de semana seguía estudiando y dedicaba unas horas a mis pasatiempos. Así transcurrió mi vida, tranquila y sosegada, hasta que comencé a estudiar Medicina en la Universidad y conocí a Octavio.
Octavio era el profesor de Medicina legal y forense, un tipo extraño tanto en su aspecto como en sus ademanes. Su indumentaria era descuidada, a veces sucia, vaqueros desgastados y jerseys roídos aquí y allá. Los pelos con esa largura que va necesitando un corte porque no se acomodan ni queriendo, las barbas de quince días que a veces lucían alguna miga de pan o incluso restos de salsa reseca. Los ojos pequeños, duros, oscuros, como dos puñaladas, escondidos detrás de unas gafas de pasta demasiado gruesas... a mi me provocaba una sensación entre el miedo y el asco. Además Octavio era famoso en la facultad por su arbitrariedad a la hora de calificar los exámenes, motivo por el cual todo el alumnado rogaba, por activa y por pasiva, que no le tocara como profesor. Algunos, evidentemente, no tenían suerte. Cuando llegué al curso en el que se impartía la asignatura Octavio entró en mi vida cual mosca cojonera para ponérmela patas arriba.
Tengo que decir que a aquellas alturas, a pesar de seguir con mis cosas, yo de tonta no tenía un pelo, sabía defenderme cuando era necesario y bajo ningún concepto dejaba que me pisaran. Por otra parte, mi expediente académico debía de estar entre los tres primeros de la facultad, raras veces bajaba del sobresaliente, así que tenía claro que nadie iba a joder mi carrera, ni siquiera un profesor medio chiflado, o más bien, él menos que nadie.
Octavio nos ponía exámenes sorpresa cada dos por tres, como si fuéramos niños de instituto, a mí me daba igual, yo estudiaba todos los días, así que cuando me suspendió el primero me llevé el mayor disgusto de mi vida. Después de llorar por activa y por pasiva, llegó la hora de ir a protestar. Me presenté en su despacho y le exigí que corrigiera el examen delante de mis narices, que tenía derecho a comprobar in situ lo que había hecho mal. No me hizo ni puto caso. Sonrió estúpidamente y me dijo que no me preocupara, que no era para tanto, que si me aplicaba un poco más no tendría problema en sacar un aprobado al final de curso. ¿Un aprobado? Si se pensaba que su maldita asignatura iba a manchar mi expediente académico lo tenía claro el tipo.
Al tercer examen suspenso ya decidí ponerme seria. De nuevo me presenté en su despacho y le dije que no me iba de allí si no me enseñaba el examen. Intentó echarme, pero como vio que me mantenía firme, me hizo una propuesta.
–Sé que eres una buena alumna, pero te falta...no sé, iniciativa tal vez, pero te propongo algo. Estoy haciendo un experimento, ven conmigo abajo y te lo mostraré, si accedes a colaborar conmigo y tu aportación es buena te apruebo la asignatura, e incluso estudiaría la posibilidad de ponerte nota.
Su proposición no me pareció muy ortodoxa, pero no le dije nada y me limité a seguirle. Se dirigió al sótano, donde estaban los cadáveres y las salas de disección, y finamente abrió una puerta que yo y probablemente gran parte del alumnado, no habíamos atravesado jamás. El espectáculo que se presentó ante mis ojos fue dantesco. Había cuatro cadáveres, cada uno en su mesa de disección, dos de hombres y dos me mujeres. Los de hombres tenían el pene y los testículos cortados, su lugar lo ocupaba un remiendo mal hecho; a los de mujeres les faltaban los pechos. Lo peor era que los hombre lucían los pechos de las mujeres y éstas los aparatos genitales de los hombres. ¿Qué significaba todo aquello?
–Experimentos sobre cambios de sexo –dijo aquel chiflado, como si me hubiera leído el pensamiento–, me encantaría que me ayudaras, y si quieres probamos antes...
Caminaba hacia mí mientras se bajaba la cremallera de su sucio pantalón vaquero. Yo me largué de allí cual alma que lleva el diablo. Me fui directamente a mi casa y me encerré en mi habitación. Me encontraba en un estado de nerviosismo extremo y debía calmarme para decidir qué hacer con la cabeza fría. Cuando finalmente conseguí serenarme pensé que lo mejor sería no armar escándalo. Ir al Decano y contarle lo ocurrido con la mayor discreción posible y por supuesto dejar de acudir a las clases de aquel degenerado. Así hice, al día siguiente concerté cita con el señor Decano y le conté de “pe a pa” lo que me había ocurrido con el profesor Octavio, mas me quedé estupefacta ante sus respuesta. Según él los experimentos que hacía el profesor eran perfectamente lícitos, aprobados por la comunidad médica y lo de bajarse la cremallera de la bragueta seguro que eran imaginaciones mías, luego me invitó a largarme, que tenía mucho que hacer, no sin antes recomendarme que estudiara un poco más la asignatura de Don Octavio. Salí de aquel despacho totalmente estupefacta, allí había gato encerrado sin duda alguna, y yo lo iba a liberar sí o sí.
Observé el panorama durante unos días y me di cuenta de que entre el decano y Octavio había una complicidad un tanto sospechosa, o a lo mejor no lo era, pero sabiendo lo que sabía a mí me lo pareció. Así que decidí descubrir lo que ocurría realmente dentro de la sala horrorosa. Robé la llave en un descuido de la chica de la limpieza y una vez dentro coloqué entre unos libros una vieja cámara de vídeo que había pertenecido a mi padre y que hacía siglos que no se usaba, pero funcionaba y me venía de perlas en aquellos momentos. Los dos primeros días no ocurrió nada, pero al tercero obtuve mis frutos y lo que vi fue asqueroso. El señor decano y Octavio echando un polvo, entre ellos, con los cadáveres y finalmente aparecieron dos muchachas que resultaron ser dos alumnas amenazadas como seguramente pretendieron hacer conmigo. No lo dudé un instante, fui con la cinta a la policía. Sin quererlo destapé a aquellos dos degenerados que se dedicaban a hacer orgías asquerosas amenazando a chicas y chicos con suspenderlos si no participaban en sus fiestas. A algunos incluso les pidieron dinero.
Los detuvieron en la facultad, fue todo un espectáculo que no se me olvidará en la vida, ni tampoco la mirada de Octavio sobre mí, cuando se dio cuenta de lo que ocurría e intentó escaparse dos segundos antes de que le pusieran las esposas, diciendo con estúpido orgullo “yo me piro”.
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