No sabía para qué me llamaban. Estaba nerviosa, lo reconozco. Presentarme en las oficinas de Hacienda me inquieta siempre. Igual son cosas mías pero percibo a menudo que desconfían de mí. Que intuyen que les oculto algo, y no van desencaminados. Soy reacia a pagar todo lo que me piden. No entiendo que tengamos que ser siempre los mismos los que mantengamos el sistema mientras que los poderosos se evaden, se esconden en paraísos fiscales y pagan a abogados que conocen todas las triquiñuelas para salir indemnes… Bueno, podéis entender como estaba cuando salió mi número. Me senté frente a una pantalla de ordenador que ocultaba el rostro de la funcionaria que me iba a atender. Supe que era mujer por sus manos. Tecleaba a la vez que emitía un lacónico “Enseguida le atiendo”. No me importó. Aquellas manos eran un imán para mis ojos. No podía dejar de mirarlas. Tenía unas uñas perfectas, como si acabara de hacer la manicura, todas iguales de tamaño, igualmente redondeadas, iguales de brillo aunque cada una de un color. Me maravillaron los pulgares dorados con brillantina al mejor estilo navideño. Los índices brillaban en azul. Una fina raya blanca las dividía dejando una parte lisa y la otra con minúsculos lunares blancos. Los corazones se dividían entre el dorado brilli brilli y el verde con decoración roja imitando el acebo florido. Los anulares combinaban los mismos colores pero al revés, primero el verde acebo y luego el llamativo dorado. Y los meñiques combinaban el azul con pintitas doradas y el dorado liso… Una auténtica obra de arte. La verdad es que me tranquilizó. Una funcionaria con aquellas manos no podía ser una amenaza. Denotaba una personalidad rebelde, sensible, al margen de convencionalismos, sin miedo a saltarse las normas… Cuando salió de detrás de la pantalla supe que me había equivocado. ¡Ya no saben qué hacer para pillarnos desprevenidos!
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