Cerrando el círculo - Marga Pérez

 

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Cuando la vio sintió lo que hacía años pensaba que ya no podría sentir. Fue amor a primera vista. No se lo creía. Pensar que ya se iba de la ciudad… No quería vivir allí. No lo querían. Lo tenía claro. Lo echaban de todos los sitios sin contemplaciones. La calle era su casa y no encontraba a nadie que lo entendiese, que se parase un segundo, que le hablase. Pero aquí sí. Cruzó la calle sin mirar si venía algún coche. Su instinto le apuntaba que a aquellas horas podía hacerlo sin peligro. La rotonda era inmensa y ante él un bosque de frondosos árboles le daba la bienvenida. Recorrió con detenimiento el espacio y escogió con entusiasmo el lugar de su vivienda. Justo en el centro. ¡Era ideal! Una isla desierta. Aislada del trasiego humano, del ruido , de la indiferencia... Allí no molestaba a nadie. La vegetación lo protegería de la mirada de los curiosos… Supo dónde encontrar cartones para pasar esa primera noche y arrullado por el dulce siseo de las hojas y la brisa durmió a pierna suelta. Durmió como hacía mucho que no dormía.

El primer día lo pasó tumbado bajo el árbol que lo cobijara. Se sentía de vacaciones, en el pueblo de su infancia. La tranquilidad, el olor a campo, el silencio, la paz, lo trasladaron a otra época más feliz. No se sentía en una ciudad. Nadie pasaba ante el mirando para otro lado… era el paraíso. Estaba en casa.

Cuando anocheció salió del refugio para recorrer los contenedores de la zona. Solía ver cosas interesantes que no cogía porque no tenía a dónde llevarlas . Ahora era distinto, tenía una casa que acondicionar.

Cuando encontró un televisor supo que las noches de expedición habían terminado. Dio por terminada la búsqueda. Aquel aparato era la guinda del pastel. Sobre unas cajas de fruta embellecía el espacio y le daba un toque de hogar, de normalidad. Cada día se sentaba frente a la tele y no apartaba la vista de la pantalla, no veía nada, no había dónde enchufarla pero no le importaba, ejercía sobre él el mismo poder de atracción que si estuviera encendida… Y así pasaba los días. Los gorriones con su chip, chip, revoloteaban sin que el pudiese desviar su mirada del aparato, sólo el olor dulzón a tabaco de pipa hizo que girase la cabeza y lo viese. Era su padre. Estaba sentado a su lado y veía la tele mientras fumaba. Él lo acompañó encendiendo la suya. Siempre habían compartido esta costumbre. Les gustaba hacerlo juntos. No hablaban. Sólo miraban la tele y fumaban su pipa.

El olor del tabaco debió de atraer a una serpiente que, sigilosa, se introdujo entre ambos. Ya estaba sentada a su lado cuando él se dio cuenta. Qué guapa es, pensaba, mientras la miraba embobado sin poder decir nada. Tan joven como en aquella foto que siempre le acompaña… Ya no había tele, sólo ella. ¡Qué bien huele! … Se acercó, la acarició con dulzura, le dio un beso de buenas noches y se metió en la cama. Mañana es día de colegio, hay que madrugar… Las sábanas huelen a limpio y a tabaco de pipa. No le importa. Es agradable tener cerca a los suyos .

El frío le despierta y ve sobre los árboles, amenazantes, densas nubes negras a punto de soltar el agua que las inflama. La negrura está sobre su cabeza, el silencio lo llena todo, sólo el latido del bosque resuena en su interior. Sabe que debe irse y no se resiste. Sin mirar atrás, abandona su casa. Muy a lo lejos va quedando el ruido de la ciudad, tan ajena, como siempre, al sigilo del misterio.

 

 

 

 

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