La cucharilla de café cayó al suelo cuando Aaquila abrió el paquete que el mensajero acababa de entregarle. No lo podía creer. ¡Por fin! Creía que nunca iba a ser posible... La emoción la iba acelerando mientras rasgaba el papel. Sus manos temblaban sin control. De pie apretaba una y otra vez el envoltorio como si le fuera la vida en ello. No podía dejar de mirar su contenido. Era un libro. Un libro pequeño pero un libro de verdad. Como los que había visto, tocado y anhelado durante tantos años: Las tapas duras; el papel blanco oscuro, reciclado, medio áspero; la letra cursiva ... Con prólogo y también epílogo. En el centro de la portada, ADELA, en letras blancas, grandes… sólo su nombre, nada más. Su nombre en blanco sobre fondo negro. No había un título mejor … Las lágrimas acudieron a sus ojos mientras el café se enfriaba sobre la mesa y el desayuno pasaba a un plano ya olvidado… Aaquila sólo podía llorar...
Adela era una mujer afgana, fuerte, sensible y reivindicativa y además, escribía poemas maravillosos. Fue maltratada, humillada y silenciada por poderes religiosos y políticos, por hombres y también por mujeres que no podían permitir que su voz se escuchase en aquella sociedad de luchas intestinas e intereses inconfesables. La poesía no pertenecía entonces a la mujer afgana, no era su espacio y no le estaba permitida. Adela quería que su voz llegase a todos los rincones de su amado pueblo. Quería que, a través de sus poemas, sus compatriotas pudieran armarse de la fuerza necesaria para revertir la cultura en la que les habían metido los talibanes… pero Adela tenía hijos, aún pequeños, que dependían de ella y a los que amaba sobre todas las cosas. Por ellos, sólo por ellos, debía callar, dejar de publicar, debía de esconderse en el anonimato de su gran familia para salvar su vida. Y así lo hizo. Se convirtió, escondida en un burka, sólo en esposa y madre afgana , como cualquier otra mujer de su país . Y aunque dejó de ser una persona molesta, no dejó de hacer hermosos poemas, a pesar de recibir más de una paliza de su esposo por ello. Para evitar que la matasen y que se perdiesen decidió esconderlos donde nadie pudiese encontrarlos. Los guardó en la memoria de los suyos, sobre todo en la memoria de las mujeres: hermanas, amigas, hijas, cuñadas... Cada una se comprometió a recordar y transmitir alguno de la larga lista que tenía. Ella en persona se encargó de hablar con cada una y asignarle los poemas que debería recordar. No estaba dispuesta a que se perdiesen. Sabía que eran importantes para su pueblo y ellas también lo sabían…
Aaquila memorizó los poemas como todas las demás. Cada noche ella y sus hermanas escuchaban de labios de su madre y tías los que ellas sabían y, a fuerza de escucharlos, acabaron aprendiéndolos. Llegaron mezclados con cuentos de ratoncitos y brujas; con leyendas de diosas, héroes y aventureros; con historias de familia alegres, trágicas y felices. Llegaron sin saber de su importancia pero llegaron para quedarse. Según ellas crecían, ellas mismas se convertían en transmisoras.
En casa de sus primos al cumplir los trece años, en cada fiesta familiar, una se encargaba de recitarlos cuando los hombres se retiraban. Era un orgullo hacerlo. Aaquila fue la última de sus hermanas en incorporarse a esta tradición, era la benjamina y año tras año lo hizo hasta que pudo huir en la Gran Revuelta del 63. Ella y unas dos mil afganas más, salieron a pie hacia Pakistán dejando atrás años de miseria, sometimiento y dolor. Salieron maltratadas por un régimen que difundió que habían sido desterradas por ser infieles a sus maridos . Salieron humilladas con el desprecio de los suyos. Salieron masacradas bajo protección internacional de la ONU… Los talibanes cedieron ante el cerco que se les impuso. Aaquila, gracias a un programa de ayuda , llegó a Europa donde recuperó una vida que había sido enterrada en el presidio de su hogar… Le llevó años recopilar cientos de poemas de su abuela Adela escondidos en la memoria de muchísimas personas que, como ella, habían recibido el encargo de no olvidarlos. Fue su cruzada particular. No quería morir sin darles visibilidad. Sabía que la vida de su abuela y la de todas las que habían participado en tamaña protección, dejaría de estar ninguneada cuando aquel poemario saliese a la luz. Y Aaquila, con el libro de Adela entre sus manos, lloró por tantas vidas de silencio, amargura, soledad, tristeza, frustración, opresión…y se sintió orgullosa, por primera vez, siendo mujer y siendo afgana.
No deseo abrir la boca (Nadia Anjuman)
¿A qué podría
cantar?
En mi, a quien la
vida odia,
tanto da cantar que
callar.
¿Acaso debo hablar
de dulzura
cuando siento
tanta amargura?
Ay, el festín del
opresor
me ha tapado la
boca.
Sin nadie al lado en
la vida
¿a quien dedicar mi
ternura?
Tanto da decir,
reír,
morir, existir.
Yo y mi forzada
soledad
con mi dolor y mi
tristeza.
He nacido para
nada,
mi boca debería
estar sellada.
Ha llegado,
corazón, la
primavera,
el momento
propicio del
festejo.
¿Pero que puedo
hacer si un ala
tengo ahora
atrapada?
Así no puedo
volar.
Llevo mucho
tiempo en silencio,
pero nunca olvidé
la melodía
que no paro de
susurrar.
Las canciones que brotan de mi
corazón
me recuerdan que algún día
romperé la jaula.
Volando saldré de
esta soledad
y cantaré con melancolía.
No soy un frágil
álamo
sacudido por el
viento.
Soy una mujer
afgana
Entiéndase pues mi
constante queja.
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