Entonces seré yo quien necesite un amigo imaginario también, contestó mi nieta con toda la razón de sus siete años.
Yo, su abuela, toda la vida hecha, cerca de los ochenta, aún no me hacía la idea de que mi compañera de habitación de la residencia se había ido para siempre. A veces me sorprendía preguntando qué había de comer o si le apetecía jugar al mus. Mi hijo me pilló en alguna de esas, con gesto preocupado. Y yo le guiñaba el ojo a mi pequeña, y ella me sacaba la lengua hacia un lado. La jugada nos salía siempre bien.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.