Los altavoces del aeropuerto rugían como nunca antes lo habían hecho. Repetían una y otra vez nuestros nombres y apellidos y solicitaban con insistencia que pasásemos por el mostrador catorce de facturación…
No entendíamos nada. Habíamos llegado con dos horas y media de antelación para facturar sin agobios, pasar el control de seguridad con toda tranquilidad y situarnos frente a la puerta de embarque antes que el resto de pasajeros.
Los altavoces seguían repitiendo nuestros nombres y apellidos sin darnos tiempo ni a levantarnos. ¡Qué vergüenza! Todos nos miraban. Seguro que pensaban que éramos unos viejos ineptos. Que no habíamos hecho bien las cosas. Que no teníamos ni idea. La verdad es que era la primera vez que íbamos con el IMSERSO pero nos había explicado con detalle todos los pasos y los seguimos todos, uno detrás del otro.
Yo empecé a sudar y Luis no daba pie con bola con la salida. Nos dijeron que teníamos que ir por donde salen los viajeros que llegan. Con lo fácil que sería recorrer el mismo camino que habíamos hecho… ya lo conocíamos, pero no, por otro. Bajamos en un ascensor cargado de
viajeros con prisa por salir y maletines con olor a trabajo. Nos costó hallar hueco. Éramos dos intrusos en tránsito por dependencias de llegada rumbo a lo desconocido de un mostrador vociferado por un altavoz disruptivo y atronador. ¡Qué nervios! Tuvimos que atravesar una cola interminable de pasajeros que querían facturar sus maletas. La cola que habíamos querido evitar llegando temprano.
Nos miraban con recelo pensando que nos estábamos colando. No sabían que nos habían llamado por los altavoces. Hablamos con el empleado del mostrador y todo aquello para cambiarnos los asientos. Pensé mal, como siempre, convencida de que alguien había tenido mucho interés en los nuestros y a nosotros nos pasaban a otros peores. Menos mal que no dije nada. Nos dieron los mejores del avión, en la fila dos no existiendo la uno, así que el espacio que teníamos era inmenso. Los pies, por mucho que estirase las piernas, no pegaban con nada, una gozada. Nunca fui tan cómoda y ¡menos mal! porque Luis empezó a encontrarse mal nada más empezar a bajar, y otra vez fuimos protagonistas por megafonía.
La azafata solicitó la presencia de un médico y enseguida aparecieron dos personas encantadoras que lo tumbaron en el suelo y determinaron que era algo cardiaco. No dijeron la palabra infarto hasta que no aterrizamos y llegó la ambulancia. Seguro que no querían asustarme pero me lo imaginé después del trajín que tuvimos de un sitio para otro y del susto que llevamos. Luis es muy sensible y lo de pasar por el control de seguridad, la policía, los pitidos que dio al pasar…¡ dos veces! porque tuvimos que volver a pasarlo… ¡Qué quieren! Menos mal que estábamos llegando… del avión entramos en la ambulancia y de ahí al hospital. Fue todo lo que vimos de Valencia. Los diez días con el IMSERSO quedaron en una habitación de hospital.
Menos mal que Luis se recuperó muy bien y lo podemos contar pero se nos han quitado las ganas de volver a intentarlo. ¡Ah! Creo que al amigo de nuestro hijo, el que trabaja en el aeropuerto, tampoco se le ocurrirá volver a hacer un favor como el que nos hizo a nosotros, que agradecemos mucho ¡por supuesto! fuimos como reyes, la verdad que sí. Si no hubiésemos madrugado tanto…

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.