Un rayo de sol - Dori Terán

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 El cielo gris plomizo añadía tristeza y pesadez al día que se presentaba como un reto incierto y oscuro. Ana salió de la casa paraguas en ristre para guarecerse de la más que posible lluvia amenazadora. Todo el aquí y el ahora evocaba un desafío. -¿Voy a ser capaz de decir todo lo que siento?-pensó Había pasado la noche en vela imaginando mil escenas de la conversación que pretendía. Jaime iba a ser descubierto delante de su mujer. Estaba dispuesta a informar a esa señora quien era y qué sentía en verdad su marido. Dos años de amantes y de promesas vanas. -Ana amor mío, voy a pedir el divorcio, te lo prometo. Eres la razón de mi vida. Tu y yo juntos toda la eternidad.

La larga espera por el cumplimiento del acalorado ofrecimiento habían llenado los días, las horas, los minutos de la vida de Ana de una profunda desilusión y un enojoso cansancio. -¡Se acabó el plazo don Jaime!. Hoy mismo me presento en tu casa y le cuento a tu señora la aventura apasionada que estamos viviendo. No la conozco más que por tus referencias. Ya sé que es una arpía fea, desidiosa y gruñona. Si eso es lo que te intimida para contarle lo nuestro, hoy voy a ahorrarte el trabajo.

Cuando Ana llamó a la puerta, se alisó el cabello mientras esperaba y su cara hizo un mohín decidido y firme. Le abrió una mujer joven, bella muy bella. Una dulzura angelical iluminaba todo el ovalo de su cara y de sus ojos claros se desprendía una mirada luminosa que invitaba a la paz. Nerviosa y un poco atorada Ana susurró- Buenos días, soy amiga de Jaime, ¿puedo pasar?. Con una encantadora sonrisa le contestó- por supuesto- mientras con el brazo le hacía el gesto de adelante al tiempo que girándose llamaba a su marido.

La condujo a un saloncito coqueto y fino y la invitó a sentarse mientras ella salía en busca de Jaime. Ana díó un traspiés antes de posarse en el sofá. Un sonido metálico retumbó leve en la estancia, había pisado algo. Miró con curiosidad y sorprendida vió un sonajero de tres campanillas de colores. Una comprensión repentina alumbró, en su cabeza ¡había un hijo! .

Y al mismo tiempo aparecieron los tres, Jaime con una preciosa niñita en los brazos y su esposa y madre de la criatura. Ana a pesar del temblor y la indignación que la embargaba, se dio cuenta de la palidez en el rostro de Jaime. Un rayo de compasión por aquel bebe y su madre, un asco insufrible por aquel esposo y padre, se instaló en el corazón de Ana y con calma y firmeza mirando a los ojos a Jaime, fraguó una excusa falsa y determinante.- Me voy de viaje y quería devolverte el libro que me prestaste. Muchas gracias Jaime. Me ha gustado mucho.

Abrió el bolso que colgaba de su hombro y sacó el libro que había comprado ayer y aún reposaba allí. Jaime lo cogió, miró el título, “El peligro de estar cuerda” Rosa Montero. De sus mirada emanó un “me doy cuenta” avergonzado y huidizo. Su esposa se acercó curiosa mientras decía- No sabía que lo tenias Jaime. Es muy atractivo, lo leeré.-

Ana se despidió con una sonrisa forzada, con una carantoña a la pequeña y dándose media vuelta se enjuagó una lágrima. Ya en la calle, dio rienda suelta a un llanto salado que le escocía en las mejillas.

El dolor del engaño se mezcló con la gratitud por el conocimiento de la verdad. Miró al cielo y le pareció ver como una nube se abría dejando paso a un rayo de sol.


 

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