Relato inspirado en la fotografía
Así que quiere que le hable de mí, quiere que le cuente mi vida. Pues no sé yo si le va a resultar muy interesante, la verdad, es todo bien triste porque siempre me sentí muy sola ¿sabe? Siempre echando de menos el cariño de alguien, una caricia, un beso… Y es que crecí en un orfanato y, como usted comprenderá, las monjas que lo regentaban no estaban para muchas carantoñas. Fui a parar al orfanato porque mi madre me abandonó, pero de eso me enteré mucho más tarde, cuando las monjas decidieron que no podían hacerse cargo de mí y me entregaron a mi tía Rolindes, que me acogió a regañadientes y me contó toda la historia de mi madre sin que yo le preguntara. Me hablaba de ella como reprochándome que yo estuviera en este mundo, como si yo tuviera la culpa y hubiera nacido con la exclusiva misión de joder la vida al personal, en especial a ella. A mí la historia de mi progenitora me importaba tres pitos, nunca me paré a pensar si me había abandonado o no, si se había muerto o no, qué más daba. Pero la idiota de Rolindes se empeñó en contarme que mi madre era puta y mi padre el cura del orfanato en el que me crié, que por eso me acogieron en él, si no me hubiera criado en la calle. Pues mira tú que me hubiera importado mucho a mí criarme en la calle. Ya me buscaría la vida.
Yo era una niña tímida y buena, lo único que pretendí siempre fue que alguien me quisiera. Las monjas nunca me trataron mal, que conste. Yo tampoco les di mucha guerra, hacía lo que me mandaban, iba a la escuela, aprendía a bordar… esas cosas. En cuanto supe leer, las tardes me las pasaba con un libro entre las manos. Las monjas tenían una biblioteca curiosa, aunque la mayoría de los libros eran vidas de santos, o de niños ejemplares, pero era igual, a mí me entretenían. La encargada de la biblioteca era la hermana Caridad, la más buena de todas, y me daba de vez en cuando una caricia o me revolvía el pelo mientras sonreía. Luego estaba Don Raúl, el cura, no mi padre, otro que vino después, porque al parecer a mi padre lo trasladaron a otra ciudad cuando hizo lo que hizo. Don Raúl me sentaba a veces en sus rodillas y también me acariciaba y me daba besos… pero no sé, no me gustaba, porque de pronto se ponía a temblar y respiraba muy fuerte. Ahora ya sé lo que hacía, pero por aquel entonces me desconcertaba, porque él me decía que me quería mucho pero a mí me daba asco.
Un día apareció Rolindes, hermana de mi padre, el cura. Las monjas me mandaron hacer las maletas y marcharme con ella. Yo tenía 14 años y no la había visto en mi vida. No quería irme con nadie y menos con aquella mujer con cara de vinagre. La hermana Caridad me había dicho que cuando cumpliera la mayoría de edad me iba a colocar de asistenta en la casa de un señor que ella conocía, que era maestro y con el que podría aprender muchas cosas, pero al aparecer mi tía todo se iba a ir al tacho.
Rolindes me dijo que había tenido que ir a buscarme porque las monjas la habían llamado diciéndole que me portaba muy mal y que o me recogía ella o me echaban a la calle. Yo sabía que aquello no era verdad, pero nada podía hacer al respecto. Durante todo el tiempo que estuve con ella me dio a entender que yo no era más que una pesada carga. Me lo decía una y otra vez mientras me obligaba a trabajar como una negra. A veces me pegaba. Nunca me dejó ir a la escuela. Cuando cumplí los 18 me puso a servir en casa de un matrimonio mayor que era igual que ella. Me trataban como una esclava y encima no me pagaban. Decían que con alimentarme y vestirme hacían de más.
Un día apareció por la casa un caballero muy bien vestido preguntando por mí. Los señores no le querían dejar entrar pero él les replicaba que no se marcharía de allí sin antes hablar conmigo. Como hacían mucho jaleo me acerqué a la puerta y así ya no les quedó más remedio que dejarlo entrar. El hombre en cuestión era un notario que me estaba buscando desde hacía tiempo, pero mi tía nunca le quiso decir dónde me había colocado. Me comunicó que mi padre, el cura, había muerto hacía unos años y me había dejado una sustanciosa herencia. Ya que no se ocupó de mí en vida, al menos lo hizo a su muerte. Mi tía Rolindes, la muy cabrona, se enteró y por eso me fue a buscar al orfanato, con la única y simple intención de quedarse con mi dinero. Pero mi padre el cura lo había dejado todo bien atado y por mucho que lo intentó no fue capaz, por eso cuando cumplí los 18 me largó con viento fresco. Ya no podía seguir intentando nada y por eso yo no le valía para nada tampoco. Me colocó en casa de alguien que sabía que me iba a tratar mal y se quedó tan ancha. Pero más ancha me quedé yo cuando mandé a tomar por saco a aquellos dos negreros. La cantidad de dinero que me dejó mi supuesto padre era sustanciosa, porque al parecer el tío no solo era cura sino que ocupaba un cargo en el Seminario como no sé qué de latín y debía de ser ahorrador, seguro que el único vicio que tuvo en su vida fue follar. El caso es que me hubiera dado para vivir holgadamente una temporada larga si no me hubiera topado con dos sinvergüenzas. Me explico. Cuando recibí la herencia me alquilé una casita y me apunté a un curso de corte y confección. Mi idea era con el tiempo abrir una mercería y un taller de costura. El curso lo organizaba el Ayuntamiento y lo daba una tal Agripina Montes, la mejor costurera de la ciudad, según decía la gente. Buena costurera era, pero también era una aprovechada. Como yo también era buena, la mejor diría yo, entabló cierta amistad conmigo. Charla va, charla viene, se enteró de que acababa de recibir una herencia y no se lo pensó demasiado. Inició sus argucias para dejarme en la ruina. Me presentó a su hijo Crispín, más que presentar me lo metió por los ojos, porque a mí Crispín no me gustaba anda, bajito, calvo y gordo como un cachalote, ya me dirá usted. Pero la tía erre que erre, que si era muy buen chico, que no iba a encontrar a nadie tan trabajador como él, que yo tampoco podía aspirar a mucho más y unas cuantas barbaridades más. Yo como soy, o más bien era, medio imbécil le hice caso y me ennovié con Crispín. A él no le gustaba salir, lo que le gustaba era venir a mi casa y ver la tele. No follábamos ni nada, cosa que yo casi que agradecía porque me daba un poco de asco, solo ver la tele, nos pasábamos las tardes delante de la tele, o eso creía yo, porque cuando yo me cansaba y me levantaba para estirar las piernas o salía a hacer un recado, el tío aprovechaba para entrar en mi cuarto y hurgar en los cajones, hasta que dio con parte del dinero de la herencia que yo había guardado en casa para ir tirando. Eran bastantes cuartos y me los robó casi todos, poco a poco. Cuando me di cuenta lo espié y lo vi con mis propios ojos. Ni que decir tiene que lo eché de casa y no volví por el curso de costura. La madre, la muy ladina, todavía tuvo la desfachatez de venir a llamarme la atención por la manera que yo había tenido de tratar a su hijo y en revancha no me quiso dar el título del curso. Luego conseguí arreglarlo con el Ayuntamiento y terminaron dándomelo. Y finalmente pude abrir mi negocio, como puede usted ver. No me quedó mucho dinero pero para esto sí me dio, y me va bien, la verad ¿Que le asombra esta maceta con una mano? Bueno, la mano es de goma, es de mentira, como puede suponer, pero me la mandé hacer porque cuando necesito cariño me acerco a ella y me acaricia la cara. Como comprenderá, después de mis experiencias con el genero humano si quiero amor me lo voy a tener que buscar en algo artificial. Por cierto me llamo Amor, fíjese usted qué ironía. ¿Cómo dice? ¿Que usted me puede dar amor de sobra? ¿Pero no venía a comprar hilos para su sastrería? Déjelo, ande, tome los hilos y márchese, no quiero saber nada de amoríos, ni siquiera sé por qué le conté mi vida. Siguienteeee.
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