Vacíos - Esperanza Tirado

                                      estar solo es algo que todos tenemos que experimentar - mujer tristeza fotografías e imágenes de stock                                                   

 

 

Jugueteando tras los amplios ventanales de la sala como cuando era una niña y afuera llovía a mares. Así la encontraban el día de visita, cuando iban. Ella les sonreía con los ojos perdidos en su infancia. Allí tenía su refugio; aunque ellos nunca lo entendieron. Hacía ya tanto tiempo que dejaron de entenderla y atenderla…

Y había días en que ninguna amable señorita, vestida de blanco, la iba a buscar a su habitación y la conducía despacito, como a ella le gustaba, a la sala común.

Al principio de llegar recordaba su casa. Un piso cómodo, amplio, con buenas vistas. Y a su marido, que había sido un buen hombre, trabajador, honesto. Y bien guapo, con esa sonrisa que le gustaba tanto.

Le venían destellos de una vida llena de amor, felicidad, y muchos gritos y risas de niños. Muchas meriendas y muchos desayunos, la cocina abarrotada de un pequeño ejército.

Y después, poco a poco, la casa se fue vaciando. Ella en un sillón, tejiendo o leyendo una novela de misterio de Agatha Christie. O alguna otra de amor, de Corín Tellado. Y él en el otro sillón, con su pipa y su periódico. La tele, cada vez más grande, llenando el vacío que los hijos no eran capaces de ocupar. Tantos quehaceres, tantos trabajos de ida y vuelta, horarios imposibles…

Excusas.

Es que he quedado con los antiguos compañeros de la Universidad.

No te preocupes, nos vemos otro fin de semana.

Besos a papá. ¿Qué tal sigue de sus achaques?

El próximo puente largo me acerco a casa.

Te haré el cocido que tanto te gustaba. Con sus tres vuelcos.

Cuando llegue de Méjico te traeré una Virgencita de Guadalupe, que sé que la abuela le tenía devoción.

Que os llamo a cobro revertido, perdonadme. Es que el cambio de moneda es tan confuso. Besos para los dos.

Estamos bien, no os preocupéis, que tenéis mucho lío en el trabajo.

Y así, una semana tras otra. La Virgencita nunca llegó. El hijo que la iba a traer tampoco. Cambio de destino. Cambio de ruta comercial. Cambios y más cambios.

La vida cambiaba tan deprisa que ya no recordaba cuántos hijos habían tenido. Y él a su lado en el sillón, cada vez más enjuto, se disolvía y casi parecía que el sillón se lo tragaba. Y ella, con la pila de libros sin leer en la mesita, las gafas colgando de la cadenilla, su vista cada vez más opaca.

Una tarde de verano caluroso, de siesta obligada, el sillón lo abrazó para siempre. Ella lo sintió respirar y toser fuerte y luego ya no.

Y entonces sí vinieron todos a abrazarla, a despedirse de su padre, que tanto les había dado.

Todos formales, de negro riguroso, dando la mano y recibiendo pésames de amigos, conocidos y extraños.

Una imagen confusa, como una película en la que los protagonistas eran otros. Ella no estaba allí, o sí. Demasiado cansada, demasiado mayor, demasiado aturdida. No reconocía ni a sus propios vástagos. Tan cambiados estaban. Tanto tiempo después.

Sus ojos volvieron a ver, alguno de sus hijos se decidió y la llevó al médico. Cataratas. Cosas de la edad. Volvió a ver, pero ya no tenía ganas de ver nada. Y a quien sí quería ver era ya imposible, porque se había ido a otro sofá.

Ahora venían todos sus hijos a abrazarla. Ay, cuánto tiempo perdido…

Cuántas estaciones. Primavera. Verano, Otoño. Invierno. Uno tras otro, las hojas del calendario se fueron cayendo. Hubiera decorado la casa entera con aquellas hojas, rotuladas a mil colores, con tantas fechas familiares, reuniones, cumpleaños, Navidades, Reyes Magos, excursiones de fin de curso, vacaciones de verano en la playa o en la casa del pueblo, alguna boda, los nacimientos de los primeros nietos…

Después de ver hacia atrás la dejaron sola de nuevo. Ocupaciones. Trabajo. Más excusas.

Sola, se entretenía, leía algo, ya no tanto como entonces. Y miraba a la calle, imaginando vidas emocionantes. El balcón, lleno de flores de antaño, apenas si albergaba una o dos macetas de azucenas, las favoritas de él. De vez en cuando, los domingos, después de misa y antes del vermut, le regalaba un ramito del puesto de la plaza.

Pero empezó a tener miedo a asomarse, no fuera a darle un mareo con tanto movimiento como había. Sobre todo, los días de tormenta con esos truenos que le daban pavor. Tras la ventana las azucenas estaban mordidas por la lluvia, que barría las calles de gente y de vida.

A veces, torpemente, abría las puertas para revivir aquellas flores ya marchitas.

Entonces, después de un fuerte aguacero, llegó la caída. Que preocupó a los vecinos, porque ya no se la cruzaban en el ascensor ni en el portal; y alguno escuchó algún ‘ay, ay, ay, que me muero sola…’. Que llamaron al 112 y de allí directa al hospital. Sola. Sin nadie.

Hasta que alguien pudo contactar con alguno de los hijos, obligándoles a regresar a su origen.

Mamá no se puede quedar en casa.

Sola. Imposible.

En mi casa, no hay sitio. Es un minipiso.

Yo llego del trabajo a las ocho de la noche.

¿Una cuidadora?

¿Por horas? ¿Interna? Muy caras.

¿Y el piso? ¿Lo vendemos?

Ya veremos… Cuando ella no esté…

Discusiones entre hermanos que ya no se conocían. Adultos extraños, con apellidos comunes.

Decisión unánime. En una residencia estaría mejor atendida. Cada uno pagaría una parte. Entre cinco, no habría problema.

¿Visitarla?

Depende. Yo no tengo tiempo.

Yo viajo.

Mis horarios son una locura.

De acuerdo. Cuando se pueda…

Y así pasó lo que le quedaba de su vida. Volvió a leer, a recordar y a olvidar a la vez. A pasear por el jardín cuando hacía sol. A jugar a las cartas o a mirar la tele sin verla cuando llovía. O a quedarse en su habitación, intentando rellenar los vacíos de su corazón; que pronto inundaron su memoria hasta que esta se ahogó en un pozo negro. Y ella ya no fue ella.

Y no hubo ni visitas, ni libros, ni paseos, ni flores, ni hijos, ni recuerdos. Nada más que ella y su ausencia.

 

 

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