A pesar de ir bien la empresa y pagarnos puntualmente resultaba tarea ardua llegar a fin de mes. El 2,5% de subida no compensaba el incremento de la electricidad, el agua, el móvil, la cesta de la compra o el alquiler. La solución la dio un compañero en la pausa del café: vivir en el extrarradio. Contaba que los alquileres son más baratos, la alimentación aún aguanta el tirón de subidas y el autobús si sacas un bono por diez viajes regalan dos, y si lo coges antes de las ocho o después de las diecinueve horas cuesta la mitad.
Tras mucho buscar encontré un apartamento coqueto a las afueras, sus grandes ventanales me permiten disfrutar de luz natural hasta última hora de la tarde además de tener tiendas de alimentación y supermercados aún con precios de antes de la guerra de Ucrania. Por fin tengo superávit que estoy ahorrando para irme unos días de vacaciones.
En el edificio de enfrente hay un local con productos frescos y envasados de buena calidad, un día al comprar y pasar por caja el empleado me cobra sólo cuatro artículos y pide que los pague. Me queda uno más, respondí. Insistió en que pagara los cuatro ya pasados, le volví a señalar que quedaba otro, pero al ver que su frente se perlaba de sudor y su cara se contraía, le pagué desconcertada. En cuanto cerró la caja escapó haciendo eses como una serpiente hacia la puerta que ponía Privado. Cuando regresó con otro semblante cobró mi pack de Estrella Galicia y con mi compra fui para casa.
Había olvidado el incidente y al abastecerme un viernes para el finde me pongo a la cola de caja, por cierto, bien larga, me asomo por un lateral y veo con sorpresa que el cajero sólo cobra de cuatro en cuatro artículos, cierra la caja y huye ondulante hacia la puerta de privado, vuelve a los cinco minutos cobrando otros cuatro artículos, haciendo siempre la misma maniobra. Pienso en voz alta “¿Qué le pasará a este hombre?” y la señora de delante se gira y me responde que anda mal de la próstata y en lista de espera para operarse. Salgo de la cola dejando los productos menos necesarios y quedándome solamente con cuatro, hay que ser solidarios.
De eso hace ya unos tres años, el cajero continúa instalado en esa rutina, me fijo en los clientes de la cola y apenas hay alguno que le sobre peso, incluso yo he tenido que arreglarme ropa porque pronto empezó a quedarme floja. Los bloques de edificios de este barrio fueron construidos a mediados del siglo pasado, ninguno tiene ascensor y el trajín de ir con la compra hasta casa y volver a por más productos nos hace subir y bajar escaleras continuamente manteniéndonos en forma, así que lo siento mucho por el cajero, pero ¡Viva la lista de espera!
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