Cuando era pequeña y protestaba porque no nos podíamos marchar de vacaciones mi madre siempre me contestaba que las vacaciones eran para los ricos. Puede que exagerara un poco pero en el fondo no le faltaba razón, en el sentido de que si decides marchar por ahí en esos días de asueto lo haces para disfrutar, y para disfrutar se necesita pasta, no andar escatimando gastos a cada instante. Así que si en un momento determinado no se tiene dinerito, pues no pasa nada, se queda uno en casita y ya está, ya llegarán tiempos mejores.
Eso fue lo que debimos hacer este verano mi querido novio Alberto y yo. Todos los años, desde que volvemos de vacaciones, nos ponemos a ahorrar para las próximas, y cuando llegan nos adaptamos al presupuesto que tengamos, a veces más, a veces menos, todo depende de como vayan nuestros respectivos trabajos y de los imprevistos que se presenten, y el de este año fue gordo. El coche se estropeó en pleno mes de mayo y el arreglo se llevó todo el bote vacacional y algo más, adiós viaje a Menorca. Pues bueno, las cosas hay que tomárselas como vienen, no habría viaje a Menorca pero por lo menos conservábamos el coche. Vivimos en una ciudad del Norte, cerca del mar, donde a lo mejor no podemos ir a la playa todo lo que nos gustaría pero con muchos lugares alrededor por descubrir a los que nunca vas porque están tan cerca que parece que no tiene mérito alguno un viajecito hasta allí. Esta era la ocasión. Pero mi novio no opina como yo, según él si no se marcha unos días de casa, no es capaz de desconectar, así que después de darle muchas vueltas y buscar soluciones que nunca iba a encontrar, pues ya le dije que financiar las vacaciones no entraba dentro de mis planes ni de broma, me propuso que nos marcháramos al pueblo, a su pueblo.
Pongámonos en situación, el pueblo de Alberto es un pueblo perdido en el medio de la dehesa extremeña. Sus habitantes parecen vivir en el siglo pasado y no hay nada, pero nada de nada.
–Este año han hecho una piscina fluvial y también han abierto una discoteca, o un pub...por probar... – me dijo en su intento por convencerme.
Yo había ido un par de veces, cuando sus padres vivían allí, pero hasta ellos se habían marchado a la ciudad. En el pueblo solo le quedaban dos tías abuelas solteronas más raras que un perro verde y algunos amigos de la infancia. El panorama no era muy alentador, pero como me daba pena le dije que sí. Y para allí nos fuimos.
Llegamos una tarde soporífera, bajo un sol de justicia. Por las calles no se veía ni al Tato.Nada más entrar en casa de aquellas dos mujeres (Sinforosa y Virtudes se llaman), oscura y lúgubre como boca de lobo, me inundó una especie de angustia. Parecía sacada de una película de miedo, los muebles debían de tener mil años y la decoración lo mismo. Había relojes de péndulo, jarrones chinos, figuritas horrorosas y cuadros con personas que parecían observarte desde el fondo de sus ojos oscuros. Tremendo. Eso sí, las dos mujeres nos recibieron con mucho cariño, nos comieron a besos de tal manera, eso que a mí apenas me conocían, que me estuvo escociendo la mejilla cuatro días de las barbas que tienen las pobres.
Nos invitaron al salón, o lo que fuera aquella estancia horrible, y nos ofrecieron un vinito dulce y unas galletas hechas por Sinforosa, a la cual se le daba muy bien la repostería, al parececer. Si no fuera porque estaban un poco reblandecidas hubieran estado muy ricas. Luego nos condujeron a nuestras respectivas habitaciones, sí, habitaciones, a pesar de llevar viviendo juntos casi diez años aquellas viejas nos pusieron a cada uno en un dormitorio. Yo no dije nada delante de ellas pero cuando se fueron puse a Alberto de vuelta y media, el pobre no tenía la culpa de nada, simplemente les había dicho que iba con su novia y claro, para unas damas del siglo pasado si no existía vínculo matrimonial nada de compartir lecho. Yo decidí que no dormiría sola en aquel cuarto, donde, aparte de la cama, había un armario con una puerta que se abría sola por mucho que la cerraras, haciendo un ruído de bisagras inquietante, una mesita de noche con departamento para el orinal, incluido por supuesto, una silla y un cuadro de una pareja muy fea que no se sabía si era foto o dibujo, ah y un crucifijo encima de la cabecera de la cama con un Cristo con una cara de sufrimiento tan grande que casi daban ganas de llorar. Decidí que haría el paripé como si ocupara aquel cuarto para que las viejas no se escandalizaran, pero me iría con Alberto, aunque a decir verdad, su alcoba no desmerecía mucho de la mía, pero por lo menos estaría a su lado.
Aquella misma noche, Raimundo, su amigo de la infancia, uno de los pocos que se había quedado en el pueblo, nos invitó a cenar con él y su mujer. Hacía mucho que no se veían y Alberto aceptó encantado, yo no dije nada, qué iba a decir, era su amigo. Así que me puse mona y nos presentamos en la casa del Raimundo, como todos lo llamaban, y la Pascasia, su mujer. Vaya flash. Nos recibieron con el mismo entusiasmo que las tías. Eran de nuestra edad pero parecían nuestros padres. Yo me sentía totalmente desencajada con mi vestidito de piqué azul pastel, mi pelo cuidadosamente peinado, mi manicura... en fin, que yo iba de punta en blanco y como soy como soy, pues me sentí rara. Aquel hombre tal parecía que había llegado de la granja de cerdos que regentaba y se había sentado a la mesa. Su ropa tenía tanta mierda encima que yo creo que cuando se quitara los vaqueros se mantendrían de pie y tiesos, por no hablar de los restos de... no sé de qué que adornaban sus bajos, los del pantalon, se entiende, y del tufillo nauseabundo que desprendían de vez en cuando. Pascasia tampoco presentaba un aspecto muy deslumbrante, aunque por lo menos estaba limpia, salvo sus uñas, que parecían haber pasado por la manicura francesa pero en oscuro. El pelo estropajoso, le faltaba alguna pieza dental y en aquella cocina, a la que me llevó para que le ayudara a poner la comida en la mesa, en un gesto de familiaridad sin límites, no reinaban precisamente ni la limpieza ni el orden. De cena había croquetas de jamón, tortilla de patatas con ensalada de lechuga y tomate, empanadillas de atún y embutido, todo ello cosecha propia, bueno menos el atún que era de lata. La pobre Pascasia se excusaba diciendo que el Raimundo le había comunicado la cena así de improviso y que no había tenido tiempo de hacer nada más fino... Eran muy amables, y las viandas estaban buenísimas, aunque yo tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para empezar a comer, porque si me imaginaba a aquella mujer, con las uñas negras, dándole forma a las croquetas, se me quitaban las ganas de todo. Durante la cena me invitó a ir al día siguiente a la piscina fluvial, que al parecer era la atracción turística de aquel verano. Le dije que sí, que iría con ella, aunque no estaba yo muy segura... pero bueno, tampoco iba a pasar los días metida en casa.
Aquella noche, en cuanto las tías de Alberto se retiraron a sus aposentos, me fui a su habitación. Él me esperaba espectante, comentamos la cena y el recibimiento y tal... todo muy bien, yo me abstuve de decir lo que pensaba, no quería importunarlo. Luego se puso juguetón y entre risas y caricias y esto y lo otro pues nos pusimos al tema. Aquella cama rechinaba como una condenada pero en medio del frenesí amoroso ni uno ni otro lo tuvimos en cuenta, hasta que escuchamos unos golpes en la puerta. Era la tía Virtudes que había oído ruidos y le preguntaba a su sobrino si estaba bien. Alberto se levantó como un tiro, se medio tapó con la sábana y se acercó a la puerta para calmar a su tía. Cuando volvió a la cama nos miramos. Y por primera vez me manifesté.
–No sé si aguantaré los quince días – le dije.
Él, no respondió. Supongo que pensaba lo mismo, o parecido.
El día siguiente, en la piscina, tampoco tuvo desperdicio. Pascasia pasó a buscarme a la hora convenida, venía con un niño pequeño, Pascasín, su hijo de cuatro años, era un niño muy mono, pero se pasó todo el camino protestando porque quería quedarse con su padre en la granja cuidando los gorrinos. Yo tenía la esperanza de que en la piscina encontrara niños con los que jugar y se olvidara del tema, pero tuve suerte a medias. Solo había una niño, Marcialín, cuya madre, Edelmira, era amiga de la Pascasia y allí se vino para con nosotras. Yo extendí mi toalla y me quite mi vestido playero, también me quité la parte de arriba del bikini, como siempre. Las otras dos, que tenían unos bañadores que ya le hubieran gustado a mi abuela para sí, me miraron y luego se miraron entre ellas, bien me di cuenta, pero no dijeron nada. Por lo visto ellas no tenían tetas, o eran distintas a las mías... no sé. Tuve la precaución de ponerme la parte de arriba cuando me fui a bañar, pero me la volví a quitar al regresar a la toalla. Pasamos la tarde tranquilas, aunque Pascasín venía de vez en cuando a solicitar que le llevaran con papá a la granja de cerdos, lloriqueando. La última vez que se acercó su madre le dio un azote en el culo y se acabó el tema. De regreso a casa, ya sin la Edelmira presente, Pascasia me dijo que cómo me atrevía a enseñar las tetas, que allí en el pueblo no estaban acostumbrados a tal cosa. Yo le dije que era lo que hacía siempre y que incluso alguna vez había ido a una playa nudista y allí había estado como Dios me trajo al mundo. Puso una cara de espanto que creí que le iba a dar algo y no me volvió a dirigir la palabra en todo el camino. Al día siguiente estaba corrido por todo el pueblo que la novia del Albertito, el sobrino de la Virtudes y la Sinforosa, era una fresca que enseñaba las tetas a todo el mundo que quisiera vérselas. Llego a oídos de las viejas en la panadería y durante el almuerzo me echaron un sermón de campeonato, eso sí, fueron muy sutiles y en ningún momento levantaron la voz, solo soltaban frases cargadas de ironía, igualito que dardos envenenados, frases como “se ha perdido la decencia”, “ya no hay mujeres que se hagan respetar” y así. Esta vez no me callé, esta vez les solté lo que pensaba, que yo hacía lo que me daba la gana y que no tenía que hacerme respetar delante de nadie, que el respeto ya lo merecía por ser una persona. Se quedaron tan cortadas que ya no volvieron a abrir la boca en toda la comida. Y por supuesto ya no me volvieron a tratar con tanta delicadeza.
Al día siguiente comenzaban las fiestas en el pueblo, si es que a sacar a los santos en procesión cantando después de misa y a una verbena con una orquesta de mala muerte se le pueden llamar fiestas. A la una era la misa, cantada también, como la procesión posterior. Sinforosa y Virtudes se vistieron con suma elegancia, mantilla española incluida. Me ofrecieron una, dando por sentado que las acompañaría a la Iglesia. Les dije que no, que yo no creía en Dios. Alberto me fulminó con la mirada y yo enarqué las cejas. Me conocía de sobras como para saber que yo era una mujer de principios y que no acudía a servicios religiosos ni en las bodas de los amigos.
–Disculpadnos, tías, nosotros nos quedaremos haciendo la comida – soltó mi novio balbuceando como un imbécil.
–La comida ya está hecha. Allá vosotros, si no os importa arder en los fuegos del infierno es problema vuestro – dijo la Sinforosa, y cogiendo de gancho a la Virtudes se marcharon todas dignas.
Media hora después pasaban con la procesión por delante de la puerta de casa, cantando a grito pelado y dándose golpes de pecho. Luego trajeron al señor cura de invitado a la comida del patrón. El tipo, un viejo colorado y gordinflón que engullía como si no hubiera un mañana, centró su conversación en la importancia del matrimonio, de la familia, de los hijos y todo eso, sin duda informado por aquellas dos arpías de que vivíamos en pecado. Yo lo escuché durante un rato y luego me evadí. Aquella carne asada estaba de vicio y me centré en comer, que visto lo visto era de lo poco que se podía hacer con gusto en aquel pueblo de descerebrados. Al cabo de un rato largo, fui consciente de que el hombre reclamaba mi opinión sobre todas aquellas babosadas que acababa de soltar.
–Alberto y yo no pensamos casarnos ni tener hijos, así que siento que su discurso haya caído en terreno baldío.
Se hizo el silencio, solo roto por los sonidos guturales que hacía aquel gorrino comiéndose un pastel de merengue. Sin duda el pecado de la gula se lo pasaba por alto.
A aquellas alturas yo ya estaba en boca de medio pueblo, o del pueblo entero. Era una fresca, una maleducada...lo tenía todo. A mí me importaba un pito, la verdad, pero Alberto andaba un poco cabizbajo, puesto que se echaba la culpa de todo por haberme convencido de pasar las vacaciones allí.
–Que no, hombre, que no. Tengo claro que no voy a volver –le dije–, pero también que el tiempo que me quede aquí me voy a divertir.
Aquella noche en la verbena increpé a dos tíos que no dejaban de mirarme las tetas, debían de pensar que iba a hacer top less allí mismo. Les pregunté si sus mujeres tenían las tetas cuadradas o qué. No me contestaron. Luego, ya en casa, la tia Virtudes me pilló entrando en la habitación de Alberto. Me miró con estupor y yo le di las buenas noches amablemente.
–Es que tengo ganas de echar una polvete –le dije con claro afán provocador.
Nuestros planes inicales eran quedarnos una semana más, pero estábamos hasta el gorro, así que al día siguiente tomamos las de Villadiego. A las tías les dijimos que nos habían llamado con urgencia del trabajo, creo que ellas también quedaron aliviadas de despedir a unos invitados tan espantosos como nosotros. Que no se preocupen, no tenemos pensado volver.
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