Violeta - Gloria Losada

                                          Violeta bouquet Aislado en blanco - foto de stock

 

Ocurrió por primera vez cuando cumplió los cincuenta. Al abrir la puerta de la casa para ir a la compra, estaba allí, sobre el felpudo, un ramito de violetas, sus flores preferidas, como eran las de su madre, de hecho, a ellas debía su nombre. Recogió el pequeño manojo de flores e instintivamente se lo acercó a la nariz. Un dulce aroma envolvió su pituitaria y la hizo sonreír. Pero qué cosas tenía Fabián. En treinta años de casados y dos de novios jamás le había regalado nada y ahora, ya cuando la madurez asomaba a sus vidas, se le daba por aquellas bonitas tonterías.

Volvió sobre sus pasos y entró de nuevo en la casa para poner el ramo en un jarroncito con agua. Entonces se le ocurrió aquella idea peregrina ¿Y si no había sido Fabián? Quería mucho a su marido, siempre lo había querido, desde el primer día que lo vio en la fiesta del pueblo, con aquel porte de galán, alto y espigado, y aquellos ojos negros como el carbón que parecían escarbar en el alma. Se habían hecho novios pronto y a los dos años se casaron. Vivían bien. No habían tenido hijos, pero ni a uno ni a otro les había preocupado mucho, eran felices juntos. A pesar de que su marido era un hombre de pocas palabras, a veces huraño y desde luego nada detallista, ella sabía que la amaba. Y ella también lo quería, eso le bastaba para ser feliz, aunque, por qué no admitirlo, echaba de menos esos pequeños detalles que muchos maridos tenían con sus esposas. Para Fabián esas cosas no existían, por eso aquellas flores... ¿Y si no eran suyas? ¿Y si era algún admirador secreto? A lo mejor alguien la observaba todos los días y la quería en silencio. Aquella noche saldría de dudas. Pondría el jarroncito con las flores bien a la vista de su esposo para ver su reacción. Y así hizo. Y no hubo reacción. Fabián llegó del trabajo y se sentó a leer el periódico mientras ella hacía la cena, como siempre.

Pero no, nada era como siempre. Un día el marido de Violeta se dio cuenta de que su mujer estaba a punto de entrar en la cincuentena y de que siempre se había comportado con ella como un energúmeno, un tipo sin sentimientos que parecía compartir su vida con una criada en lugar de con una esposa. Había llegado la hora de hacer algo para verla feliz, pero feliz de verdad. Había llegado el momento de hacer que su sonrisa iluminara su rostro y sus ojos brillaran ilusionados. Y así fue. Comenzó por el ramito de violetas y continuó dejando notas en el buzón cargadas de poesía escrita de manera torpe y deshilachada. Y mientras Violeta se imaginaba al hombre que la colmaba de emociones, no sin cierta culpabilidad, su marido la observaba por el rabillo del ojo y era testigo mudo de una felicidad casi infantil que la hacía sonreír sin motivo.

Así pasaron los años, uno, dos, tres... y el 9 de noviembre en que Violeta cumplió los cincuenta y cuatro, al abrir la puerta de casa para salir a la compra, no estaba el ramito de flores sobre el felpudo, estaba Fabián sosteniéndolo.

¿Eras tú? –preguntó ella abriendo mucho los ojos.

¿Quién si no? –contestó él sonriendo de forma nueva y casi desconocida.

Y Violeta cogió el ramito de violetas y abrazó con fuerza a su marido, feliz de que fuera él su admirador secreto y no aquel hombre imaginario que tantas veces había dibujado en su mente y al que, indefectiblemente, si algún día aparecía y le pedía amor, tendría que decirle que su amor ya tenía dueño.

 

 

 

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