Tere conducía como quien atraviesa un lunes: con prisas, sueño no aprovechado, resignación y lamparones de café en la blusa recién planchada.
Al llegar a la rotonda, vio un cartel:
“Zona de bajas emisiones. Solo vehículos autorizados.”
Pero en su atontamiento mañanero lo leyó como:
“Zona de emociones bajas. Solo conductores resignados.”
Y pensó: Perfecto, cumplo con el perfil.
Y cruzó la zona con su coche, más tartana que vehículo eficiente, que casi parecía un extensión de su ánimo.
Dos semanas después, la multa llegó con precisión matemática: 100 euros por circular sin autorización. Tere la leyó sin sorpresa, como quien recibe una factura por existir.
Ni protestó, no le quedaban fuerzas ni ganas de pelarse con la burocracia de ventanilla.
Por pronto pago la multa se reducía a la mitad. Eso le sacó media sonrisa. Algo era algo.
Guardó la notificación en el cajón de “cosas que pasan” y siguió adelante.
Con la cuenta corriente algo mermada, con las emociones a nivel bajo mínimos, su tartana descansando en su plaza de garaje.
Últimamente las emociones bajas no contaminaban, pero sí costaban.

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