¡Y ahora qué! - Marian Muñoz

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Tres años de noviazgo nos planteó casarnos. Nos queríamos, pero dar el paso adelante era difícil por la familia de Roberto, nos arriesgamos y lo propusimos en casa. Hicimos la petición formal intercambiando regalos y la voz cantante la llevó mi futura suegra: el banquete y los trajes los pagamos nosotros.

No íbamos a reñir, sobre todo cuando se enterase que tras el viaje de novios a Salou no íbamos a regresar, a Rober le habían ofrecido un trabajo en Tarragona, la empresa nos había buscado un apartamento y deseábamos huir del pueblo donde nacimos, crecimos y nos enamoramos, pero de pequeño que es nos ahogaba a veces.

En apenas tres meses mi querida futura suegra consiguió poner fecha, restaurante e iglesia. Me llevó a la mejor tienda de novias de la capital donde me tomaron medidas y ella elegiría la tela, sólo pedí que no llevara piedras, ni abalorios y encaje lo menos posible y si pudiera ser de cuello en pico mucho mejor, pues la madre naturaleza me ha dotado de un gran pecho que suelo disimular con escotes.

A la segunda prueba ya se adivinaba como iba a ser el vestido, seda salvaje de tejido grueso, pues decía que en abril todavía hace frío y no debía resfriarme, eso sí la espalda bien al aire, casi hasta donde pierde su casto nombre y el escote recto hasta tocarme el cuello. Respiré profundamente dedicándole la mejor de mis falsas sonrisas, empecé a olerme que no me deseaba como nuera.

A la siguiente prueba, ya definitiva, el traje era el mismo, pero con una cola de tres metros del mismo género que el vestido, al caminar el cuello se me subía ahogándome, debiendo dar un paso y recular para tomar aire. Lo peor vino al mirarme en el espejo, ahí sí que la indignación me puso roja, entre los dos pechos había una hermosa perla cosida en la tela, justo para que el punto de atracción fueran mis tetas además de intentar ver mi culo por la espalda. Volví a respirar profundamente, conté hasta diez, regalándole otra falsa sonrisa, ¡sí o sí, me casaba y ella se quedaría sin hijo!

Doña Isabel, mi futura suegra, es una mujer totalmente empoderada, tanto el alcalde como el cura párroco hacen lo que ella dice, enfrentarme no estaba en mis planes y Rober conocía de mano lo insufrible que es, por eso llevábamos nuestro viaje en secreto agravado con ser hijo único. Tenía que aguantar por el bien de los dos.

La víspera de la boda trajeron a casa el vestido de novia, lo colgamos en la barra de la cortina de mi dormitorio para que no se arrugase, mi madre no dijo nada ni le pregunté. Cenamos como siempre y me retiré temprano con la excusa de madrugar al día siguiente para ir a la peluquería. En la intimidad de mi habitación miré y remiré aquella perla y decidiendo descoserla con mucho cuidado, cuando se enterase ya sería tarde y seguro que no montaba un escándalo por muy Doña Isabel que fuera. La guardé en mi joyero para dársela después de la boda.

Madrugué y a las ocho treinta estaba en la pelu, del pueblo de al lado, porque en la de siempre seguro que vecinos y familiares iban a volverme tarumba. Me habían lavado la cabeza y puesto los rulos gordos, en la cara una mascarilla verde para que luciera radiante todo el día, metida bajo el secador y con las manos en remojo para hacerme la manicura. La tranquilidad del salón me invitó a cerrar los ojos y relajarme, en mi imaginación ya me veía dando el sí quiero a mi amado Roberto, en ello estaba cuando un golpe en la puerta al abrirse hizo que todas dirigiéramos la mirada hacia allí. Una pareja de municipales entró y a voz en grito preguntaron si estaba Elena Martínez.

Quise hablar, pero la mascarilla estaba tan dura que me sentía como la Lomana llena de botox sin poder mover los labios. Levanté el dedo en señal de que era a mí a quien buscaban.

  • Acompáñenos que han puesto una denuncia contra usted.

  • Lo siento, pero hasta que no esté lista no me muevo de aquí (susurré con los labios juntos)

Me sacaron las manos del cuenco con agua y me dieron una tolla para secarme, apagaron el secador, lo levantaron y uno a cada lado me cogieron de las axilas y me llevaron al coche patrulla. Abrieron la puerta de atrás y me metieron dentro, igual que una delincuente. Menudo revuelo se armó en la peluquería y en la calle llena de curiosos.

En diez minutos que tarda el viaje hasta mi pueblo les pregunté, con esfuerzo, quien me había denunciado y porqué. Me informaron que mi suegra había ido a casa para ayudarme a poner el vestido, lo vio colgado y sin perla, la buscó por el suelo por si se había descosido y al no encontrarla preguntó por mí. Mis padres le contaron que estaba en la peluquería, fueron a buscarme a la de siempre pero allí no estaba y como mi coche tampoco, llamó a los municipales para poner denuncia por el robo de la perla, me había fugado con ella, dieron parte de la matrícula de mi coche y lo encontraron aparcado en una calle del pueblo cercano. Preguntando en todas las casas llegaron al salón de belleza donde me localizaron.

Cuando llegamos vecinos, amigos y familiares taponaban la calle. Me bajaron del coche y todo quisqui sacándome fotos (para colgar seguramente en twitter o Instagram). En el interior de mi casa aún estaba Doña Isabel haciendo aspavientos con las manos. Mi madre lloraba desconsolada y mi padre aún en pijama estaba descolocado.

  • ¡Ladrona! ¿Qué has hecho con mi perla?

  • Está en mi joyero, contaba dársela más tarde.

  • Mentira, en tu habitación no hemos visto ningún joyero.

  • Porque lo tengo escondido.

  • ¡Ajá, querías robarla!

  • No señora, iba a entregársela después del banquete.

  • ¡Pues venga, dámela ahora!

Entré en mi dormitorio con la policía y mi futura suegra en los talones, dije que el joyero lo tenía escondido y que nadie debía saber dónde, así que todos fuera menos los municipales. Lo saqué de su escondite, lo abrí y cogieron la perla, en cuanto se giraron para salir guardé nuevamente el joyero. Se la quitó al vuelo al policía y con mucha rabia me soltó: Si no te gusta la perla y tampoco el diseño del traje, me lo llevo, ¡cásate de camisón!

Descolgó el vestido de la barra y sujetándolo con las dos manos se llevó el vestido además de la perla. Salió a la calle en dirección a su casa, detrás los municipales al no haber denuncia. Mi madre seguía llorando desconsolada y mi padre en pijama descolocado. Salí también a la calle y continuaron haciéndome fotos.

¡Y ahora qué! ¿Quién me lleva de vuelta a la peluquería?



 

 

 

 

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